En Szamanka (1996), Andrzej Żuławski construye una figura femenina que rebasa toda clasificación realista o psicológica. Interpretada por Iwona Petry, la protagonista no tiene nombre, es simplemente conocida como “la Italiana”. Esta elección no es un detalle trivial: su anonimato refuerza su carácter arquetípico y simbólico, alejándola de cualquier referencia individual o anecdótica. No se trata de una mujer concreta con una historia personal definida, sino de una manifestación de fuerzas primigenias, casi míticas. Desde esta perspectiva, puede entenderse a la Italiana como una figura chamánica, una entidad que opera como mediadora entre lo racional y lo irracional, lo sagrado y lo profano, lo humano y lo monstruoso.
La figura del chamán, presente en numerosas culturas tradicionales, está asociada a la capacidad de comunicarse con otras dimensiones, de entrar en estados alterados de conciencia, de sanar o provocar daño, de invocar o exorcizar. Es un ser liminal, que transita entre mundos. En Szamanka, Żuławski reinterpreta esta figura desde una óptica radicalmente corporal. La energía chamánica no se manifiesta aquí a través de rituales organizados ni de símbolos religiosos tradicionales, sino desde el deseo, el erotismo, la locura, lo carnal. La Italiana no viste con ropajes místicos ni realiza conjuros; su magia se canaliza a través del cuerpo, del contacto físico, del sexo como trance. Ella no representa un rito: ella es el rito.
Este cuerpo indomable, cargado de una energía oscura y transformadora, arrastra consigo al personaje de Michal, un joven antropólogo inmerso en el estudio del cadáver momificado de un chamán neolítico. La relación entre ambos, profundamente carnal, violenta y obsesiva, constituye el eje narrativo y simbólico de la película. Michal, emblema de la racionalidad científica y del saber académico, intenta comprender el mundo a través del análisis y la clasificación. Estudia los restos de un pasado sagrado con herramientas modernas, creyendo que la verdad puede ser extraída del cadáver sin vida de un chamán. Sin embargo, es incapaz de reconocer que frente a él se encuentra una encarnación viva, brutal y actualizada de esa misma figura que investiga.
Esta es la paradoja fundamental que expone Żuławski: el conocimiento moderno puede escudriñar los vestigios del pasado sagrado, puede diseccionarlos, estudiarlos, construir discursos sobre ellos, pero no puede sobrevivir al contacto directo con lo sagrado encarnado. Lo que Michal contempla en los museos o en su laboratorio es un objeto de estudio, seguro, neutralizado. Pero lo que encuentra en la Italiana es una fuerza viva que desestabiliza todas sus certezas, que pone en crisis su identidad, su cuerpo, su mente. En ella se encarna una dimensión del saber que no es discursiva ni racional, sino vivencial, destructiva y transformadora. Una sabiduría salvaje que no se deja dominar, que exige rendición absoluta.
La Italiana representa la otredad absoluta. No solo es extranjera en un contexto polaco, sino que vive al margen de todo código, de toda convención social y cultural. No tiene una identidad estable, ni profesión definida, ni relaciones familiares conocidas. No parece tener pasado, y su presente es pura intensidad sin dirección. Es una criatura liminal, que habita en los bordes de lo comprensible, sin pertenencia ni anclaje. En este sentido, su extranjería no se reduce a lo geográfico o nacional —aunque su apodo remite a su procedencia—, sino que es ante todo ontológica. Es extranjera respecto al orden simbólico, al lenguaje, al yo moderno que busca definirse y reconocerse en categorías estables. Es un ser anterior y posterior al sujeto; una figura que deshace las coordenadas del pensamiento racional y psicológico. La imposibilidad de nombrarla refuerza su carácter mitológico: no tiene nombre propio porque no es una persona en el sentido clásico, sino una fuerza, un arquetipo, un símbolo viviente de lo indomable.
Żuławski establece un paralelismo muy sugerente entre el chamán neolítico que Michal, el antropólogo, desentierra y estudia, y la figura viva de la Italiana. Ambos cuerpos —el del pasado y el del presente— irradian una energía arcaica, inasimilable por la cultura moderna. El primero, muerto, conservado en posición ritual, representa una forma extinta del saber sagrado, un eco del tiempo en que el conocimiento estaba ligado al trance, al sacrificio, a la comunión con fuerzas invisibles. El segundo, el de la Italiana, está vivo, pero no por eso menos regido por esa misma lógica arcaica. Es como si su carne portara la memoria corporal de todos esos rituales extáticos que la modernidad ha olvidado o reprimido.
Así, la Italiana aparece como una reencarnación moderna de lo sagrado pagano. No una sacerdotisa ceremonial, sino una manifestación directa, salvaje, del linaje interrumpido de un conocimiento extático, dionisíaco, violento. Ella no enseña con palabras, sino con actos que desbordan lo racional. Su saber no es conceptual, sino táctil, visceral, orgiástico. En esta línea, el erotismo en Szamanka es todo menos placentero o decorativo. No hay seducción romántica ni goce suave: hay choque, hay lucha, hay desgaste. Es un erotismo brutal, excesivo, extenuante, que arrastra tanto a ella como a Michal a un estado alterado de conciencia.
Cada encuentro sexual entre ellos es una forma de trance, una pérdida de los límites del yo, una experiencia que recuerda a las prácticas místicas donde el cuerpo es usado como vehículo para acceder a otra realidad. El sexo aquí no es comunicación, sino colisión; no es lenguaje, sino gesto mágico, invocación. A través de él, la Italiana lo posee, lo devora, lo transforma. Es la chamana que arrastra al otro hacia el abismo, no para destruirlo simplemente, sino para revelarle lo que la razón no puede alcanzar.
La transformación del antropólogo es el centro dramático de Szamanka. De estudioso del ritual ajeno, distanciado por la mirada científica, pasa a ser víctima de un ritual que no comprende ni puede controlar. Lo que en un principio se presenta como una atracción intensa, incluso estimulante, se transforma rápidamente en obsesión, degradación y, finalmente, aniquilación. El personaje de Michal abandona progresivamente su rol de observador racional y se ve arrastrado por una fuerza que desborda su entendimiento y destruye las bases de su identidad. La Italiana funciona como el catalizador de este colapso interno: no solo despierta en él un deseo incontrolable, sino que lo conecta con una dimensión reprimida de sí mismo, donde habitan el caos, la pulsión de muerte, la necesidad de ruptura con el orden establecido.
En este proceso de disolución, la Italiana asume también el rol del trickster, una figura arquetípica presente en muchas mitologías, caracterizada por su ambigüedad moral y su capacidad de subversión. Como embaucadora, no sigue reglas, no respeta jerarquías ni verdades absolutas. Su presencia introduce desorden, altera las normas, desestructura los roles sociales y simbólicos. No es ni buena ni mala: es ambigua, contradictoria, impredecible. Su acción consiste en abrir grietas, en exponer las fisuras ocultas bajo la aparente estabilidad.
Así, la Italiana seduce y destruye, desarma al hombre de ciencia que creyó tener el control. Se burla del poder del saber académico, de la arrogancia de la razón. El antropólogo cree analizarla, someterla a categorías, explicarla como fenómeno. Pero es él quien termina diseccionado, trastocado, vaciado de certezas. Żuławski, a través de esta inversión radical, muestra cómo el verdadero conocimiento no siempre se alcanza por la razón, sino, a veces, por la pérdida total del yo.
Al mismo tiempo, la Italiana cumple la función del chivo expiatorio. En muchas culturas arcaicas, el chivo expiatorio es una figura simbólica sobre la cual se proyectan los males, las tensiones y las contradicciones del grupo social. Se le carga con la culpa colectiva y luego se le expulsa o sacrifica, en un intento de restaurar el equilibrio perdido. En Szamanka, la Italiana encarna todo aquello que la sociedad —y en particular el sujeto moderno, racional, masculino— no puede integrar: el deseo desbordado, la locura, la pulsión de muerte, la amenaza al orden simbólico. Es una fuerza que descompone la lógica binaria, que subvierte las fronteras entre lo humano y lo animal, entre el eros y el thanatos. Por eso, al final, debe ser destruida.
Sin embargo, esa destrucción no es una victoria ni una purificación. Es, más bien, una derrota enmascarada. Cuando el antropólogo mata a la Italiana, no la elimina realmente a ella —ella no pertenece al plano de lo eliminable—, sino que suprime, simbólicamente, la parte de sí mismo que no puede tolerar: su atracción por lo irracional, su fascinación por el abismo, su deseo de perder el control. La muerte de la Italiana es, en este sentido, una forma de autocastigo. No es un acto de justicia, sino de expiación personal. Una catarsis trágica donde la destrucción del otro encarna, en realidad, la propia mutilación.
Desde esta perspectiva, Szamanka puede leerse como una tragedia mítica, camuflada en un escenario contemporáneo. No hay dioses ni oráculos, pero sí fuerzas arquetípicas que operan bajo la superficie narrativa. Żuławski convoca lo sagrado pagano en el marco de una sociedad racionalista y desespiritualizada, y lo hace con una radicalidad tanto temática como formal. Su dirección es visceral, desbordada, casi posesiva: la cámara tiembla, se acerca, se agita como si también estuviera poseída por esa misma energía que atraviesa a los personajes. Así, el film se convierte no solo en un relato, sino en una experiencia sensorial, donde lo mítico y lo corporal se funden en un único flujo turbulento.
El hecho de que Iwona Petry, tras interpretar este papel, se retirara del cine durante muchos años, no puede sino añadir una capa más al mito que rodea Szamanka. No es necesario asumir que la experiencia la traumatizó de forma literal o clínica; más allá de cualquier lectura biográfica, lo que importa es cómo su recorrido vital parece cerrar, de manera inquietantemente coherente, el arco simbólico del personaje que encarnó. Petry no era actriz profesional, y fue descubierta casi por azar por Żuławski. Su elección no fue convencional: se buscaba, más que una intérprete, una presencia, un cuerpo capaz de vehicular algo que excediera el discurso dramático habitual. Así, una mujer desconocida es convocada para dar vida a una figura chamánica, atraviesa una experiencia cinematográfica extrema —intensa, física, psicológicamente desbordante— y luego desaparece del escenario público. No es solo un dato biográfico: es un gesto arquetípico. Como la chamana de las tradiciones antiguas, que tras intervenir en el equilibrio de la comunidad, debe partir, desvanecerse, regresar a los márgenes.
Este detalle invita a una reflexión más amplia sobre el arte entendido no como producción, sino como ritual. Cuando el cine deja de ser mero entretenimiento y se convierte en experiencia límite, algo se desestabiliza. No solo en el espectador, que se ve confrontado con lo indecible, sino también en el actor, que encarna aquello que no tiene nombre. Żuławski siempre trabajó bajo esta concepción del arte como riesgo, como zona de peligro, como invocación de lo real a través de lo simbólico. En ese marco, Iwona Petry no fue simplemente una actriz que interpretó un papel: fue un canal, un medio por el cual una energía impersonal, arcaica, atravesó la pantalla. Su desaparición posterior solo confirma esa dimensión mítica.
El arte verdadero no consuela. No está ahí para calmar nuestras angustias ni para confirmar nuestras certezas. No se somete a las estructuras de lo políticamente correcto, ni busca necesariamente la identificación o el goce estético. El arte genuino —el que transforma, el que permanece— irrumpe como una herida, como una grieta en el tejido de lo conocido. Nos desarma, nos confronta, nos desestabiliza. En este sentido, Szamanka es una de esas obras incómodas, excesivas, abrasivas. Es un film que no ofrece salidas fáciles ni explicaciones racionales. Al contrario: arrastra al espectador hacia una zona de incomodidad, de incertidumbre, de colapso simbólico. Y lo hace encarnando, a través de sus personajes y su puesta en escena, una serie de fuerzas primordiales que, aunque no nombradas, siguen operando en las profundidades del inconsciente colectivo: la chamana, el embaucador, el chivo expiatorio.
Szamanka no se deja encerrar en géneros ni en etiquetas. Es drama, es horror, es erotismo, es rito, es mito. Como ocurre con las manifestaciones del arte que dialogan con lo arquetípico, su forma se resiste a los moldes. Es una película que parece desbordarse constantemente a sí misma, como si el relato no pudiera contener la intensidad de lo que intenta mostrar. La cámara de Żuławski no observa: participa, se agita, se lanza al torbellino. No hay distancia irónica ni mirada clínica. Todo es exceso, posesión, urgencia. Y en su centro está ella: la Italiana, una figura sin nombre, que encarna lo inasimilable, lo que no puede ser domesticado por el lenguaje ni por la lógica del yo moderno.
Szamanka puede entenderse como algo más que una película: es un ritual cinematográfico. Una invocación. Un exorcismo. Żuławski no dirige desde la distancia: se entrega a lo que filma con una intensidad que roza lo visionario. En su cine, como en el arte verdadero, no hay garantías, no hay confort, no hay certidumbre. Hay riesgo, exposición, pérdida de control. Por eso, Szamanka no es una obra que se pueda "comprender" del todo, ni analizar en términos académicos convencionales. Es una experiencia que se sufre, que se soporta, que se atraviesa.
Y como toda experiencia liminal, deja marcas. No cierra, no consuela, no reconcilia. La figura de la Italiana —como los verdaderos chamanes, como los mitos que no mueren pero tampoco pueden vivir entre nosotros sin incendiarlo todo— aparece, transforma y desaparece. Como el arte que no confirma, sino que fractura. Como lo sagrado, que no tranquiliza, sino que arde.