No escribo todos los días, pero sí cocino, friego y hago las camas todos los días. Es mi vida cotidiana de desempleado. Una especie de liturgia doméstica que, a pesar de su repetición, no deja de tener algo de consuelo, incluso cuando no quiero hacerlo, incluso cuando todo me pesa. O sea, yo me percibo como escritor. No como cocinero ni como limpiador ni como amo de casa, aunque esos roles se cuelan inevitablemente en mi identidad porque, simplemente, no puedo eludirlos. Necesito escribir, aunque a veces no lo haga demasiado bien. No porque me crea un artista maldito o un genio incomprendido, sino porque al escribir, aunque sea solo una frase, mi neurosis se estabiliza. Es como si esa parte de mí que se revuelca en el fango de los pensamientos repetitivos, del ruido mental, del miedo difuso, encontrara un respiro. No sé qué necesitáis vosotros para funcionar, para sentiros en equilibrio, pero seguro que algo necesitáis. Todos necesitamos algo.
También me sirve hacer otras cosas creativas, como trabajar con imágenes. Vengo dándole vueltas a algo que he dado en llamar foto-teoría-ficción. Es un término híbrido, una especie de criatura que mezcla reflexión visual, ensayo especulativo y una estética que aún no tengo del todo clara. Quizá no necesito tenerla clara. Quizá la gracia está en la indeterminación. Como cuando sueño una historia que no acabo de entender del todo pero que me obsesiona por días. O hacer música, siempre a través de la informática, de samples que recorto y manipulo como si fueran pedazos de recuerdos, de atmósferas, de cosas que nunca ocurrieron del todo pero que se sienten reales. La música me da otra clase de placer, una que no tiene que ver con las palabras ni con la lógica. Es más intuitiva, más corporal incluso.
El problema es que no siempre tengo la energía para hacer estas cosas. Hay días en los que mi apatía me aplasta, en los que la neurastenia o la psicastenia —palabras viejas y médicas que suenan como enfermedades de otro siglo— me impiden moverme. La procrastinación se convierte entonces en una especie de refugio y castigo al mismo tiempo. Y cuando los daimones o las musas me desprecian, cuando no vienen a visitarme ni siquiera en sueños, cuando no me dictan ni una sola línea, me siento mal. La neurosis avanza como una maleza y me enredo en ella, la alimento sin querer, me sumerjo en ese ouroboros que se muerde la cola de imposibilidad, en esa pescadilla de frustración, de “ya escribiré mañana”, de “esto no vale para nada”, de “nadie lo va a leer”, de “¿para qué?”. Es una lucha interna constante, una dialéctica sin fin entre el deseo de crear y la imposibilidad de hacerlo.
Victoria Nelson, en su obra Sobre el bloqueo del escritor, aborda el fenómeno del bloqueo creativo desde una perspectiva psicológica y reflexiva. Considera que este bloqueo no es simplemente una falta de inspiración, sino una manifestación de conflictos internos más profundos. Nelson describe el bloqueo como un "veto del yo inconsciente al programa exigido por el ego consciente". Es decir, cuando el escritor se impone metas o expectativas que no vibran con su interior, el inconsciente puede resistirse, generando una parálisis creativa. Este conflicto interno puede llevar a una espiral de autocrítica y frustración.
Para superar este bloqueo, Victoria Nelson sugiere que deberíamos reconectar con el placer y el juego en la escritura. En lugar de forzar la producción, recomienda bajar las expectativas iniciales y permitir que la escritura fluya de manera más natural. Reconocer y respetar el propio ritmo creativo es fundamental. Además, dice que es importante tratarse con compasión, evitando comparaciones con otros y aceptando que el proceso creativo incluye tanto momentos de fluidez como de silencio.
Victoria Nelson también identifica diversas causas del bloqueo, como el perfeccionismo excesivo, el miedo al fracaso o al éxito, y la presión de cumplir con estándares externos. En todos estos casos, la autora enfatiza la necesidad de autoconocimiento y de establecer una relación más saludable y equilibrada con la escritura.
Cocinar, fregar, hacer las camas... esas tareas no me piden que esté “conectado”, no me exigen una atención total como cuando escribo. Puedo estar medio dormido, distraído, escuchar música de fondo o un podcast absurdo mientras las realizo. No necesitan de mí más que la acción mecánica, casi robótica. Son tareas que hago como quien reza un mantra en una clase de yoga de a 50 pavos las cuatro clases al mes. Y sin embargo, también en ellas hay algo ritual, algo que ordena el día, que estructura el tiempo cuando el tiempo parece diluirse en la incertidumbre del desempleo. En cambio, escribir o crear requieren un “peak moment”, como lo llamaba Colin Wilson. Ese instante donde todo se alinea, donde algo se abre en tu consciencia y, de repente, hay paso. Una especie de trance lúcido. Pero ese momento es esquivo, no siempre llega, y no siempre se puede forzar. Escribir me predispone a tanto como necesita de mí. Es un acto de reciprocidad con algo invisible. Una especie de pacto con lo desconocido. Al menos así funciona para mí. Supongo que no opera de este modo para todos. Habrá quien escriba con una disciplina de relojero, como si fuera un trabajo más, y me parece admirable. Pero no soy de esos. Vivo mucho más la “normalidad” de lo cotidiano que la realidad alterada o aumentada del hecho creativo. Es de cajón. En realidad, esa “normalidad” de lo cotidiano está continuamente asediada por estados alterados de consciencia. No hace falta tomar nada para entrar en uno de ellos. Basta con estar muy cansado, o muy triste, o muy ansioso. Basta con tener la mente llena de pensamientos contradictorios, de frustraciones, de expectativas que no se cumplen.
Esos estados alterados no son necesariamente psicodélicos ni reveladores. Muchas veces son viscosos, como si uno estuviera inmerso en una placenta espesa, en un ectoplasma invisible que te impide avanzar con ligereza. Es esa sensación de estar atrapado en una especie de sueño lúcido del que no puedes despertar. Y ahí estás, cocinando arroz, fregando la encimera, haciendo las camas, buscando trabajo en Infojobs con una mezcla de escepticismo y desesperanza, viendo de reojo algún concurso banal en la televisión o un programa sobre alienígenas o nazis o alienígenas nazis. Todo eso que se supone que es “normalidad”, que es “vida cotidiana”, está atravesado por fantasmas, por deseos truncados, por preguntas sin respuesta, por una sensación difusa de que algo se te escapa.
Los místicos orientales dicen que la consciencia “verdadera” es la que está en calma, sin ansiedad, sin estrés, sin expectativas. Una especie de vacío fértil. No sé cómo lograr tal cosa. No sé si alguna vez la he experimentado realmente. El alcohol, las drogas, los rituales... no son más que accesorios. Esperanzas de acceder a un estado diferente, quizá más “real”, pero que no dejan de ser también expectativas disfrazadas. Y como todo lo que se espera con ansia, decepcionan. Lo cierto es que todo es un ritual. Incluso escribir esto. Incluso fregar los platos. Incluso mirar por la ventana y perderse en una nube. Quizá especialmente eso: perderse en una nube, en una forma sin forma, en un tiempo sin tiempo.
Es curioso, pero cuanto más consciente soy de mi rutina, más veo en ella señales, símbolos, repeticiones que parecen tener un sentido oculto. Como si el hecho de hacer la cama cada mañana no fuera solo un acto higiénico o práctico, sino una forma de prepararme para algo. Como si cocinar fuera una alquimia. Como si fregar el suelo fuera un acto de purificación. Puede sonar místico o exagerado, pero cuando uno pasa mucho tiempo consigo mismo, sin muchas distracciones externas, la mente empieza a funcionar de otra manera. Se vuelve simbólica. Interpreta. Lee signos en todas partes. Y eso, a su manera, también es una forma de escritura. Una escritura sin palabras, hecha de gestos, de rutinas, de repeticiones. Una especie de palimpsesto vital.
A veces pienso que lo que realmente hago no es escribir ni cocinar ni limpiar, sino sostener. Sostener la estructura, sostener el día, sostener mi identidad tambaleante en medio del vacío. Porque si dejo de hacer esas cosas, me desarmo. Me vuelvo pura entropía. Y entonces sí, la neurosis gana. Por eso sigo. Por eso me levanto cada día, incluso cuando no quiero, incluso cuando no tengo una razón clara. Porque en medio del sinsentido, los actos simples siguen teniendo valor. Aunque nadie los vea. Aunque no se publiquen. Aunque no den likes. Aunque no me den trabajo. Son mis rituales. Y mientras los haga, sigo aquí.
Nos gusta imaginar las vidas de nuestros ídolos literarios, musicales o artísticos en general como plenas y llenas de aventuras: las borracheras y peleas de Hemingway, la locura luminosa de Gérard de Nerval paseando un cangrejo atado con una cinta azul por las calles de París, las correrías alucinadas de Hunter S. Thompson y Arthur Rimbaud por el mundo y por su propio caos interno, los viajes marinos y metafísicos de Joseph Conrad o las aventuras de Pérez-Reverte. ¿Será siempre así? ¿Será esa la vida real del artista? Todas ellas vidas excitantes, desbordadas y, en apariencia, maravillosas, dignas de ser vívidas, mitificadas, puestas por escrito y revividas con envidia. Pero sospecho que detrás de cada uno de estos nombres existe un reverso menos deslumbrante, una dimensión más silenciosa, más doméstica, menos heroica.
No me quito de la cabeza, por ejemplo, la imagen de Philip K. Dick cambiando pañales o preparando un biberón para su pequeño hijo Chris mientras, en su cabeza, se desarrolla un diálogo interior con Thomas, su más que probable daimón, y lucha por no olvidar lo que escucha, lo que piensa, lo que le dictan o le inducen a pensar —para después trasladarlo a alguna narración que no será exactamente suya, sino de ese otro que lo posee. En esa simbiosis extraña entre lo cotidiano y lo sagrado, Dick accede a un conocimiento imposible, a una iluminación psicótica o revelación gnóstica, mientras suena de fondo Strawberry Fields Forever de los Beatles. Le es revelada una verdad médica y mística sobre su hijo, una certeza que se cuela como una ráfaga entre los gritos del niño y los residuos de la botella de leche en el fregadero. Esa dualidad —de lo sagrado en lo doméstico— me fascina.
También me asalta la figura de Austin Osman Spare escribiendo sus teorías mágicas sobre el inconsciente y la voluntad mientras cuece col para comer, unta mantequilla rancia en un pan aún más rancio, y limpia las deposiciones de sus numerosos gatos en el cuchitril oscuro de Brixton en el que vivía. Un lugar casi subterráneo, de paredes sucias y luz ausente, que no obstante albergaba a un visionario, a un artista-mago que pintaba sus obsesiones en cuadros que apenas vendía por cinco libras. Spare, con sus gatos, sus libros y su col, parecía el anacoreta moderno de una ciudad monstruosa, una megápolis. El escritor de ciencia ficción Fritz Leiber, imaginó la "megapolisomancia" en su obra Our Lady of Darkness, un arte adivinatorio propio de las ciudades, que se revela en sus edificios, en sus calles, en la textura misma de sus materiales, en la masa anónima de los peatones. La ciudad como organismo paranormal. En ella se esconden chamanes, como Spare, que escriben grimorios entre la miseria, la rutina y el olor a col hervida.
Y no puedo evitar pensar en Albert Cossery, otro místico a su manera, un santo laico de la pereza elevada a forma de vida, quien vivió durante cincuenta y siete años en la misma habitación de un hotel barato de París. Desde ahí, observaba el mundo, leía, pensaba, medía sus palabras con la calma de un alquimista. Dicen que escribía unas ocho frases al día cuando estaba inspirado. Su vida, entregada a la contemplación, a la procrastinación consciente y programada, se alejaba de las gestas románticas del escritor atormentado. Era otra forma de santidad, un rechazo absoluto al frenesí moderno. No sabemos si cocinaba, si barría su habitación o si hacía la cama. Quizás no lo necesitaba. Su propuesta vital era dejar que el pensamiento se extendiera como una niebla, como un incienso sin altar, sin acción. La pereza como protesta, como filosofía.
De un modo muy distinto, y sin embargo similar en su entrega a la rutina, aparece la figura de J.G. Ballard en Shepperton, su suburbio londinense, cuidando a sus tres hijos tras la muerte de su esposa. Ballard, que había vivido en su infancia el horror de los campos de concentración japoneses en Shanghái, se refugia en una cotidianidad casi burguesa. Madruga, prepara el desayuno, lleva a los niños al colegio, vuelve a casa, se sirve el primer whisky con agua del día, enciende un cigarro, pone la televisión —quizás un documental, quizás un anuncio cualquiera— y se sienta a escribir. Ese hombre que relata distopías clínicas, que escarba en lo más profundo de la psicopatología moderna, es también el padre que da la merienda y ayuda con los deberes. La realidad para Ballard es una cosa fluida, un escenario que muta constantemente. El cuarto con la reproducción del cuadro de Paul Delvaux y la palmera de plástico no es solo un salón: es un espacio ontológicamente ambiguo, una caja de resonancia entre lo real y lo simulado. En algún momento, sin que sepamos cómo, cruzamos el umbral. Ballard se enciende otro cigarrillo. Su cabeza vuelve a sumergirse.
Y luego está Agota Kristof, la escritora húngara que huyó de su país con veintiún años, escapando del totalitarismo con su marido y su hijo, para acabar en Neuchatel, Suiza. Allí, aún sin escribir, trabaja durante años en una fábrica de relojes, rodeada de voces que no entiende, de un idioma que rechaza. Dirá luego que "dos años en una prisión soviética habrían sido mejores que cinco en esa fábrica". El trabajo le repugna, la vida con su marido la asfixia. Cuando por fin se libera, comienza a estudiar francés. A pesar de considerarlo una lengua enemiga —como lo cuenta en La analfabeta—, lo domina con una precisión y una potencia narrativa inusuales. En francés escribe El gran cuaderno, un libro implacable, perturbador, donde la realidad se trastorna como un cristal bajo tensión. De pequeña ya contaba historias, corregía a su abuela cuando esta le narraba cuentos que Agota creía poder contar mejor. Y lo hacía. Años después, ya consagrada, aún se siente una extranjera, una exiliada, una niña en un autobús rodeada de voces ajenas. Esa extrañeza nunca la abandona.
También aparece ante mí la figura espectral de Thomas Ligotti, encerrado en su apartamento, con las cortinas corridas, la televisión encendida todo el día. Vive en un décimo piso desde el que apenas se ve el cielo. Hay un gato, desorden, algo de suciedad. Ligotti, tumbado en un sillón de cuero gastado, observa el parpadeo hipnótico del televisor. Lo que ve no es cine de culto, ni documentales esotéricos, ni cine expresionista alemán. Ligotti ve telebasura. Talk shows absurdos, concursos bizarros, noticieros con música de película de acción. Y lo ve durante horas. Sus biógrafos lo confirman: pasa la mayor parte del tiempo haciendo eso. Y uno se pregunta: ¿es eso una renuncia, una forma de evasión? ¿O es el núcleo mismo de su arte? Porque si lo pensamos bien, ese zambullirse en la basura mediática, en lo grotesco sin filtro, en la risa enlatada y el grito impostado, es también una forma de horror. Un horror más auténtico, quizás, que el de los relatos góticos. La telebasura como visión del vacío. Ligotti no necesita explorar catacumbas ni grimorios. Su descenso es otro: hacia la banalidad total, hacia la anulación del sentido. Su ritual es ver lo que no debería existir, como un médium captando una señal del otro lado, solo que ese otro lado es el zapping.
Me gusta pensar en Kafka lavando obsesivamente sus manos antes de sentarse a escribir. No porque estuvieran sucias, sino como parte de un ritual. Lo imagino cerrando con cuidado la puerta de su habitación, ya bien entrada la noche, después de haber cumplido con su jornada en la oficina de seguros, después de haber comido con sus padres, después de haber soportado las conversaciones triviales de la sobremesa. Kafka, con su palidez de espectro y su traje perfectamente abotonado, escribiendo de pie en una mesita minúscula, mientras todos duermen. No sé si esa escena me reconforta: saber que no era un escritor “a tiempo completo”, que tenía que pelearle al mundo cada minuto de escritura. Como yo. Como tantos.
Kafka vivía con su familia. No tenía un estudio, ni una cabaña en el bosque, ni becas de creación. Tenía ruido, interrupciones, enfermedades psicosomáticas, un jefe, miedo al padre, cartas no respondidas, días grises. Tenía un cuartucho donde se levantaba por las mañanas creyendo haberse convertido en un insecto. Y escribía. A veces hasta las tres de la mañana. A veces no escribía nada. A veces solo pensaba en escribir, y eso también le dolía. Me pregunto si alguna vez se permitió un paseo sin culpa, un rato de ocio sin remordimiento. Lo dudo. Pero me consuela saber que también él sintió la vergüenza de no estar escribiendo cuando debía, la angustia del tiempo perdido, la fatiga del cuerpo como enemigo. Y no está solo.
Balzac no dejó nunca de recurrir al ritual para crear la atmósfera ideal a la hora de ponerse a escribir: se hacía despertar a medianoche en punto después de haber dormido toda la tarde, se hacía acompañar de dos velas encendidas en su escritorio y una cafetera de porcelana perpetuamente llena de café y se vestía como un monje con una túnica blanca de cachemira que le acompañaría toda su vida. Entonces ya estaba preparado para sus largas sesiones de escritura de entre doce y dieciocho horas, siempre sobre hojas de color azul. Lo que no sabemos es si se lavaba tanto las manos como Kafka.
Pienso en Pessoa, con sus miles de heterónimos, caminando por Lisboa, escribiendo desde la tristeza anónima de un escritorio de oficina. Imaginando mundos infinitos mientras sellaba formularios, firmaba papeles, copiaba datos. El genio oculto entre carpetas. Pessoa vivía solo, comía poco, bebía algo, y pasaba tardes enteras entre cafés y paseos, escribiendo cosas que muchas veces tiraba o escondía en baúles. Nunca publicó un libro en vida. Murió como un empleado discreto. Pessoa tenía no poco de Bartleby. Me fascina esa imagen: el escritor como figura sumergida, invisible para su tiempo, pero ardiendo por dentro.
Y también me acuerdo de Virginia Woolf, que no tenía que fichar en una oficina, pero sí luchar con fantasmas mucho más íntimos. Con su cabeza. Con sus crisis. Con sus propias olas. Se encerraba a escribir en su cuarto —ese cuarto propio que tanto reclamó para todas—, pero aún allí se filtraban las voces de la casa, los ruidos, las preguntas, la vida doméstica. Porque escribir no es un acto puro: siempre hay una tetera silbando, un perro ladrando, alguien llamando a la puerta. Escribir, como vivir, sucede en el intermedio.
Yo también barro antes de escribir. Cocino. Voy al súper. Miro el correo, respondo lo urgente. Me distraigo en YouTube. Me acuerdo de que hay que poner la lavadora. Y luego, si tengo suerte —si no me vence el cansancio o la duda—, escribo. Ballard también pasaba por eso. Ligotti también. Woolf también. No hay grandeza sin rutina. No hay revelación sin tedio.
Thomas Bernhard, por ejemplo, escribía en una casa en el campo, pero tenía que salir cada mañana a buscar el pan. Iba a la panadería, hablaba mal del panadero, volvía refunfuñando, y entonces se ponía a escribir sus parrafadas furiosas, sus monólogos sin aire. Dijo que la literatura se escribe "contra el mundo", pero lo cierto es que también se escribe desde el mundo. Desde la experiencia más simple. Desde la sopa que no hierve, desde la cama sin hacer.
Me da por pensar que, en el fondo, todos escribimos como podemos. No como queremos. Algunos lo hacen en los márgenes de una vida agotadora, como Agota Kristof, en una fábrica de relojes suizos, entre voces que no entendía y un idioma que no era el suyo. Otros lo hacen en la desidia, como Albert Cossery, escribiendo ocho frases al día en una habitación de hotel. Otros lo hacen contra su propia depresión, como Ligotti, rodeado de telebasura y sombras.
Y a veces no escribimos. A veces solo vivimos. O lo intentamos. Kafka decía: “no hay necesidad de salir de casa. Quédate sentado y escucha. No escuches siquiera, solo espera”. Y en ese esperar, en ese latido entre lo que se hace y lo que no se hace, entre lo que se dice y lo que se piensa, es donde —me gusta creer— nace de verdad la literatura.
A veces imagino a Marcel Proust en su habitación forrada de corcho, no como un aristócrata de la sensibilidad, sino como un asmático crónico intentando protegerse del polvo, del ruido, de la vida misma. Proust no escribía entre fiestas ni rodeado de perfumes. Escribía entre ataques, entre cucharadas de medicinas, entre pañuelos. Y sin embargo, fue capaz de reconstruir un mundo entero. No uno inventado, sino el suyo, con una minuciosidad casi microscópica. ¿Cómo lo logró? Tal vez porque no tenía más remedio. Porque su cuerpo no le permitía otra cosa. Porque cuando no puedes salir al mundo, no te queda más que recordarlo, reimaginarlo, recomponerlo frase a frase.
Me da la impresión de que escribir no es tanto una vocación como una consecuencia. Es algo que aparece cuando no podemos hacer otra cosa. Cuando fracasa todo lo demás. Cuando la realidad no basta o nos expulsa. Pero digo esto y no estoy seguro si lo digo convencido. También creo que es la escritura quien nos elije. Te señala y ya está, quedas atrapado.
Marguerite Duras decía que “escribir es tratar de saber lo que uno escribiría si uno escribiera”, y aunque este pequeño trabalenguas pueda parecer una obviedad o un pensamiento algo superficial decididamente no lo es tanto. Por el contrario, parece que Duras habla de voluntad y de descorrer velos, del misterio del acto de escribir: tratar de saber qué ocurriría, qué cambios pueden producirse en uno mismo o qué tipo de comunicación estamos entablando y saber el alcance de esa decisión o esa voluntad puesta en marcha; hasta dónde nos conduce esa comunicación.
Agota Kristof trabajaba en una fábrica, pero escribía para sobrevivir a esa fábrica. Kafka no tenía hijos, pero le escribía cartas a su padre como si intentara salir de una prisión simbólica. Woolf llenaba su diario con frases que a veces eran más verdaderas que sus novelas. Ligotti escribía para no desaparecer del todo. No se trata de una vida glamorosa. Se trata de una especie de resistencia.
Raymond Carver escribía mientras sus hijos veían la televisión o peleaban en la cocina. Lo hacía en la mesa del comedor, en ratos sueltos, con cafés baratos y el reloj apretando. Philip K. Dick mientras sus matrimonios se desmoronaban antes que los mundos que creaba y buscaba una casa más barata. Como la madre de Stephen King mientras este escribía en el cuarto que compartía con su hermano David. Esa precariedad, esa urgencia, está en los cuentos de Carver. También en los de King. Lo cotidiano no como fondo, sino como materia misma del relato. La gente piensa que para escribir hace falta una vida extraordinaria, pero no. Hace falta atención. Mirar bien. Escuchar. Cualquier conversación en el supermercado puede convertirse en un potencial relato de horror. Cualquier discusión con tu pareja puede esconder un poema o, bueno, otro relato de horror. Todo sirve. Todo duele. Todo brilla.
Como Dick o como King, Roberto Bolaño también vivió en una precariedad constante. En una mudanza tras mudanza. Escribiendo en una cocina fría de Blanes mientras su hijo pequeño duerme. La precariedad de su cuerpo enfermo y su decisión de escribir como si le fuera la vida en ello, porque —literalmente— se le iba. Pienso en cómo sus personajes, sus detectives salvajes, vagan por ciudades baratas, por pensiones, por bibliotecas, por plazas vacías, por cafés en los que no pasa nada. ¿De dónde viene toda esa intensidad? De la intemperie. Del vacío. De la resistencia al olvido.
Muchos de mis días no tienen nada de especial. Me levanto. Tomo café. A veces leo. A veces solo veo pasar la mañana. Hago tareas. Reviso el móvil. Me digo que voy a escribir “después de comer”, “cuando esté más despierto”, “cuando esté solo”. Y muchas veces no lo hago. Pero incluso en esos días fallidos, hay algo que se acumula. Algo que se prepara. Como si escribir no fuera solo teclear palabras, sino también vivirlas. Como si los silencios, las pausas, la repetición absurda de las rutinas, también fueran parte del texto.
Flannery O'Connor vivía en una granja con pavos reales. Tenía lupus. Escribía por las mañanas, hasta que el cuerpo le permitía. El resto del día lo pasaba leyendo, respondiendo cartas, observando el paisaje. No era una vida movida, pero sí intensa. Decía que quien ha sobrevivido a la infancia tiene suficiente material para escribir toda la vida. Y creo que tenía razón. La infancia y la adolescencia es como pertenecer a una sociedad secreta, como los muchachos de El marino que perdió la gracia del mar. Lo que no cambia, lo que está ahí todos los días, eso es lo que realmente deja marca. V.C. Andrews vivió una vida aislada, atada a su madre y a una silla de ruedas y entre y analgésico y analgésico le dio tiempo a escribir novelas tan morbosas como Flores en el ático o Mi dulce Audrina y muchas otras, consideradas obras clave de la literatura trashy, comercial, adictiva, provocadora, a menudo moralmente ambigua, y con altas dosis de morbo, sexo, drama, transgresión y escándalo.
Una imagen que me gusta es la de un escritor que vuelve a casa con las bolsas de la compra. Las deja sobre la mesa. Suspira. Se sienta. Mira el reloj. Sabe que tiene media hora antes de que algo lo interrumpa. Y en ese hueco, en esa grieta, decide escribir. No para cambiar el mundo. No para ganar premios. Sino para dejar constancia de que estuvo aquí. De que vivió. De que sintió algo. Y, bueno, también para no olvidarlo (aunque luego, con el tiempo, volverá a leer ese texto, relato o fragmento y pensará que lo ha escrito otro)
Quizás por eso me interesan los escritores en sus momentos más comunes. Cuando están cansados, inseguros, aburridos. Cuando dudan. Cuando no encuentran la palabra. Cuando se levantan al baño y vuelven a mirar la página en blanco o una palabras apenas garrapateadas. Esa es la parte que no se ve en las biografías. Pero es la parte más verdadera.
Yo escribo entre tareas. Entre la ducha y la lavadora. Y, ahora que vuelvo a "ganarme la vida" como una persona sensata y responsable en un trabajo mediocre, cuando recupero las energías y puedo recomponerme y acallar la ansiedad. Escribo entre el ruido de la calle y el pensamiento de si debí decir otra cosa ayer. Escribo desde la fragilidad. Desde la falta de certezas. Como tantos. Como todos. A veces me consuela saber que Kafka también tuvo días en los que no escribió nada. Que Proust se quedaba dormido entre páginas. Que Bolaño tenía miedo. Que Virginia Woolf escuchaba los ruidos de la casa mientras trataba de pensar. O que Bukowski tuvo tantos empleos de mierda como yo.
Quizás escribir no sea otra cosa que eso: seguir intentándolo. A pesar del ruido. A pesar de uno mismo.
Entonces, ¿qué nos queda? ¿Qué hay en común entre todos estos nombres, tan dispares, tan alejados en estilo, época y geografía? La respuesta, quizás, es la conjunción de lo extraordinario con lo banal. La vida de los escritores —como la de todos nosotros— es una negociación constante entre lo sublime y lo tedioso, entre el biberón y el éxtasis, entre el pan rancio y la visión mística. Tal vez el arte no nazca solo de la inspiración, ni del tormento romántico, sino también del roce con lo cotidiano, del roce con el polvo, con la rutina, con las voces que no entendemos, con la televisión encendida a todo volumen. Tal vez sea precisamente allí, en medio del ruido, donde susurra el daimón.
Por supuesto, escribir ofrece diferentes capas de inmersión, desde la más superficial, en la que la persona apenas es capaz de enfocar su atención en los signos escritos, en las palabras y las frases que en ese momento le resbalan como si fueran agua tibia, apenas perceptible, hasta ese otro estado más profundo y esquivo en el que todo lo demás desaparece completamente: la habitación, el ruido del mundo, incluso el cuerpo. Entonces, esas palabras y esas frases se transforman en conjuros, en líneas de contacto con una dimensión distinta, con una suerte de tejido invisible donde las potencias —los daimones, las musas, lo Otro— habitan. Escribir, en esos momentos, deja de ser una acción voluntaria para volverse un trance. Uno no escribe, es escrito. Uno no ordena, sino que obedece. No manda, sino que traduce.
He sentido a veces que la escritura se parece más a una forma de mediumnidad que a una tarea creativa en el sentido convencional. Una especie de canalización. Uno se convierte en emisario, en médium, en antena receptora. Emitimos, sí, porque las frases que surgen tienen nuestra voz, nuestro estilo, nuestra sintaxis, pero también recibimos. Nos llega algo. Algo que no sabemos muy bien de dónde procede. Una imagen. Un ritmo. Una intuición. A veces una frase completa, como si alguien la hubiera dictado en el interior de la cabeza. Y luego hay que seguirla, como quien sigue el hilo de una telaraña a través del bosque. Escribir puede convertirse en una forma de adivinación, de contacto con lo invisible.
Y en ese estado, en ese descenso o elevación —porque no sé si se trata de ir más profundo o más arriba—, se produce una desconexión del mundo ordinario. Se borra el reloj, el estómago, el frío. Se diluye la ansiedad cotidiana. Se entra en otro ritmo. Como si uno respirara de otra manera. Como si el cuerpo obedeciera una lógica que no es la del día a día, sino la de los sueños, la de las ficciones, la de la mitología personal.
El problema es que ese estado no siempre se alcanza. Es más: la mayor parte del tiempo no se alcanza. Y entonces escribir se convierte en una lucha. Una fricción. Un acto de insistencia. En esos momentos uno está lejos del hechizo. Lejos del trance. Todo pesa, todo cuesta. El lenguaje es torpe. La mente está distraída. Uno se siente impostor, vacío, cansado. Escribir se convierte en una forma de remar contra la corriente de uno mismo. No fluye. Pero incluso ahí, en esa fase ingrata, hay valor. Hay algo que se está construyendo, algo que a veces solo cobra sentido después, cuando releemos, cuando corregimos, cuando volvemos a mirar lo que parecía inútil y descubrimos que había una semilla.
Pero a veces uno no escribe. No puede. No encuentra cómo. El cansancio, el trabajo, la rutina, los asuntos pendientes, la tristeza, el ruido del mundo, la sensación de que todo da igual… Todos esos factores se acumulan y uno se aleja del texto. Entonces no escribir se vuelve una condena silenciosa. Se siente en el cuerpo, en la mente, como un malestar difuso. Un desequilibrio. Como si algo se hubiera desajustado y ya no encajara del todo. No escribir también jode. Pero jode de otra manera. Es una forma de angustia más íntima. Una especie de pérdida del centro. No escribir cuando uno necesita hacerlo —no por obligación sino por necesidad ontológica— es como no dormir, no soñar, no respirar bien. Y lo peor es que muchas veces eso sucede precisamente porque hay que ocuparse de otras cosas: las facturas, la búsqueda de empleo (o de mantener un empleo que, en realidad, no quieres mantener), cocinar, fregar, hacer las camas, responder mensajes, cumplir con una vida que a menudo no tiene nada que ver con lo que uno siente que ha venido a hacer. Escribir y vivir rara vez son compatibles. El tiempo de la escritura se parece más al tiempo mítico, ritual, cíclico. El tiempo de la vida es lineal, utilitario, económico. Encontrar un punto de cruce entre ambos es difícil.
A veces, imposible.
Y sin embargo, hay que seguir. Incluso cuando no se puede. Incluso cuando todo parece sin sentido. Porque escribir, para quienes estamos enredados en esto, no es tanto un lujo como una forma de mantenerse cuerdo. O al menos de seguir existiendo. A veces escribimos no porque tengamos algo que decir, sino porque si no lo hacemos sentimos que nos vamos disolviendo, que vamos dejando de ser. Escribir es una forma de sostenerse, incluso cuando lo que se escribe es caótico, fragmentado, oscuro o banal. Incluso cuando nadie lo va a leer. Incluso cuando uno mismo lo detesta.
Hay días en los que la escritura no sirve para nada visible, pero salva. Días en los que una frase, una línea, una imagen, hacen de ancla. Y otros días, escribir es apenas llenar el tiempo, estirar una cuerda. Pero también eso cuenta. También eso forma parte del ritual. Porque escribir no es solo producir textos: es crear un lugar donde podamos habitar, aunque sea por un momento. Un refugio. Un umbral. Una grieta por donde filtrar lo inefable.
Quizás por eso escribir también duele. Porque confronta. Porque revela. Porque uno se enfrenta a sí mismo más de lo que quisiera. Lo que aparece en la página muchas veces no es lo que esperábamos encontrar. A veces es peor. A veces más verdadero. Escribir, en ese sentido, es una forma de desnudarse ante un espejo oscuro. Pero también puede ser un regreso. Un retorno a casa. Una manera de recordarnos quiénes somos, incluso cuando lo hemos olvidado todo. Cuando el mundo afuera es inhóspito. Cuando todo parece ruido. Uno escribe una frase, luego otra. Y en algún momento algo se enciende. Algo se ordena. Algo respira. Y entonces, por un instante, uno siente que hay sentido. No necesariamente un sentido grandioso, absoluto, trascendental. A veces basta con una chispa, un temblor. Una señal de que todavía hay algo ahí, esperando ser dicho.
Y eso, a veces, es suficiente.