La idea de que el universo comenzó en un estado caótico y que una inteligencia superior trabaja para darle forma no es nueva. Ya en la antigüedad, el pensamiento filosófico y religioso abordó esta cuestión desde múltiples perspectivas. En el Timeo, Platón propone la figura del Demiurgo, un artífice divino que contempla el caos y lo reorganiza según los principios eternos del mundo de las Ideas. Este Demiurgo no crea de la nada, sino que impone orden a una materia preexistente, generando un cosmos regido por la armonía matemática.
Sin embargo, el escritor y pensador visionario Philip K. Dick reformula esta visión con una pregunta radical y provocadora: ¿y si nuestro universo no solo comenzó como un caos, sino como algo no del todo real? ¿Y si lo que entendemos como “realidad” no es más que un esbozo, una matriz todavía incompleta, una ilusión en proceso de solidificación? ¿Y si Dios, por amor y compasión, está transformando poco a poco esta estructura inestable en una realidad auténtica y definitiva?
Esta hipótesis —más teológica que científica, más metafísica que empírica, pero profundamente sugerente— desplaza el eje tradicional del pensamiento ontológico. En lugar de concebir el mundo como un sistema ya terminado, Dick sugiere que el universo es un proceso abierto, una obra en curso. No estamos ante un hecho consumado, sino ante una construcción progresiva. En otras palabras: la realidad está en proceso de convertirse en real.
Bajo esta perspectiva, lo que percibimos como materia, espacio, tiempo, causalidad o identidad, no serían estructuras definitivas, sino aproximaciones, andamiajes provisionales de una realidad que aún no ha alcanzado su forma final. La existencia sería una especie de “beta cósmica”, una realidad en versión preliminar, un boceto en permanente revisión.
Esta intuición resuena, curiosamente, con ciertas interpretaciones contemporáneas de la física, especialmente con la teoría cuántica. En la mecánica cuántica, la realidad de una partícula no está definida hasta que es observada. Mientras no se produce una medición, el sistema permanece en una superposición de estados, una nube de potencialidades. ¿Y si el universo en su conjunto funcionara de manera análoga? ¿Y si la realidad, tal como la conocemos, es una función de onda cósmica que aún no ha colapsado del todo?
En este modelo, la conciencia —humana o divina— no sería un mero espectador, sino el agente catalizador que colapsa la función de onda de la existencia. Al observar, interpretar, imaginar o recordar, contribuimos a estabilizar ciertas posibilidades y a descartar otras. La realidad sería, entonces, un fenómeno participativo, una co-creación entre la inteligencia cósmica y los seres conscientes.
¿Qué evidencias podrían sostener esta hipótesis poética? Ciertamente no hablamos de pruebas en sentido empírico estricto, sino de indicios filosóficos, anomalías perceptivas, grietas en el tejido de lo real que podrían interpretarse como síntomas de su inestabilidad estructural. La sensación de déjà vu, los sueños premonitorios, las experiencias místicas, las coincidencias improbables, los fenómenos paranormales, la sincronicidad junguiana, las discontinuidades en la memoria, o incluso ciertos fallos narrativos del mundo cotidiano, podrían ser leídos como vestigios de una realidad aún maleable, en transición.
Tomemos como ejemplo el llamado “Efecto Mandela”, fenómeno en el que grandes cantidades de personas recuerdan eventos de manera diferente a como constan en los registros históricos. Más allá de explicaciones psicológicas o neurológicas, ¿no podríamos ver en este fenómeno una señal de que el pasado no está completamente fijado? Si el universo está en proceso de consolidación, quizá lo que llamamos “historia” no sea más que una de las múltiples versiones posibles, y el pasado mismo podría estar sujeto a ediciones sucesivas.
De manera similar, la experiencia del tiempo como algo elástico, que se acelera o se detiene de manera subjetiva, podría ser interpretada como una distorsión de un tiempo aún no totalmente configurado. La linealidad, la continuidad y la causalidad podrían ser propiedades emergentes, no esenciales, que van cobrando forma conforme avanza la “realificación” del universo.
En este escenario, la inteligencia humana no es un accidente evolutivo ni un simple testigo. Es un agente activo en el proceso de construcción ontológica. La capacidad de imaginar, dudar, crear símbolos, narrativas, sistemas lógicos o expresiones artísticas no sería solo una herramienta para adaptarnos al mundo, sino una forma de contribuir directamente a su consolidación.
Desde esta perspectiva, la ciencia, la filosofía, el arte y la espiritualidad no serían simplemente modos de explorar el universo, sino tecnologías ontológicas: mecanismos que participan en la definición misma de lo real. En otras palabras, la creación de conocimiento no solo describe la realidad, sino que la constituye. En este punto, el pensamiento de Dick entra en resonancia con nociones contemporáneas como la hiperstición —término acuñado por el colectivo CCRU y desarrollado por autores como Nick Land o Mark Fisher— que plantea que ciertas ficciones pueden influir causalmente en el mundo y devenir reales.
Si aceptamos esta lógica, entonces la literatura, el arte, los mitos y las religiones podrían ser comprendidos como vectores hipersticionales, relatos que al ser creídos, repetidos, actualizados y reimaginados, terminan moldeando el campo de lo posible. La realidad no sería solo descubierta, sino también escrita. Seríamos, en efecto, escritores de la realidad.
Pero si el universo está en construcción, ¿qué lugar ocupa el sufrimiento? ¿Por qué la existencia está plagada de dolor, injusticia, confusión, enfermedad, muerte? Una posible respuesta sería que estas condiciones no son producto del mal o del castigo, sino efectos colaterales de una realidad aún inacabada. Lo absurdo, lo inestable, lo grotesco o lo trágico serían expresiones de una ontología incompleta, aún en fase beta, llena de errores de código, glitches ontológicos, huecos en la textura del ser.
Así como un videojuego en desarrollo tiene bugs, o un edificio en construcción es frágil e inseguro, el universo incompleto sería un espacio propenso a fallas estructurales. En este sentido, el mal no sería una entidad metafísica, sino una consecuencia técnica: el resultado de un proceso de consolidación todavía no terminado.
Esta visión, lejos de ser pesimista, abre una posibilidad profundamente esperanzadora: si el sufrimiento es síntoma de una realidad inconclusa, entonces también es señal de que aún hay margen de transformación. La historia no está escrita del todo. Lo real no está sellado. Y, por tanto, el mundo puede mejorar. Puede hacerse más coherente, más justo, más hermoso. Nuestra tarea, entonces, no es adaptarnos a un mundo ya hecho, sino participar activamente en su acabamiento.
En este contexto, el acto espiritual no consiste en evadirse del mundo, sino en contribuir a su formación. La práctica religiosa, la meditación, la contemplación, o incluso la ética cotidiana pueden ser vistas como formas de colaborar con el proceso divino de realificación. Dios no sería un juez lejano que evalúa nuestro comportamiento desde una eternidad inmóvil, sino un artesano cósmico que trabaja con nosotros, dentro de nosotros, a través de nosotros, para dar forma a un universo más real, más completo.
La oración, el arte, el amor, el pensamiento crítico, la compasión y la imaginación serían, en este marco, tecnologías del ser, herramientas que afinan la materia blanda del mundo y la acercan a un estado más pleno de realidad.
Esta visión también transforma nuestra comprensión de la muerte. Morir no sería una salida definitiva, sino una reintegración al proceso cósmico de creación. Tal vez las almas —si existen— no se disuelven, sino que son recicladas, reorientadas, rediseñadas para continuar contribuyendo a la construcción del ser. La muerte, entonces, no sería el fin, sino un tránsito hacia otras formas de participación en la ontogénesis universal.
Si seguimos esta línea de pensamiento, entonces la gran pregunta no es solo ¿qué es real?, sino ¿qué estamos haciendo para que lo sea? La realidad no es un punto de partida, sino un horizonte. No es un don recibido, sino una responsabilidad compartida. Y el pensamiento, el arte, el lenguaje, el amor, el conocimiento, la atención, la compasión y la voluntad son los ladrillos con los que vamos construyéndola.
Este modelo especulativo no pretende ofrecer respuestas definitivas, sino abrir un campo fértil para nuevas preguntas. Tal vez la verdad no esté al inicio del camino, sino al final. Tal vez el universo no sea una obra ya concluida, sino un poema en proceso de escritura. Y cada uno de nosotros, en nuestro breve paso por la existencia, sostiene un fragmento de esa pluma cósmica.