LA ERA DE LA SOSPECHA
DESCONFIANZA, CANSANCIO Y LA TRANSFORMACIÓN DEL SER EN LA ERA NEOLIBERAL
La cosa: el enigma de otro mundo es una de las películas más recordadas de John Carpenter. Estrenada en 1982, narra la odisea de un grupo de personas en la ficticia estación de investigación Outpost 31, en la Antártida, y su encuentro con un ser alienígena dotado de una capacidad de adaptación casi milagrosa: ha sobrevivido a un milenario entierro en el hielo y es capaz de adoptar cualquier forma humana o animal de aquellos a quienes arrebata la vida para perpetuarse.
De todas sus escenas icónicas —la jaula de los perros, donde la criatura se revela por primera vez transformándose horriblemente ante los ojos del equipo; el test de sangre, donde MacReady identifica al infectado usando un alambre caliente; la escena del desfibrilador, donde el pecho de un miembro del equipo se abre, convertido en mandíbulas, y ataca brutalmente, revelando la infección interna; o el final abierto, donde MacReady y Childs, los últimos dos supervivientes, rodeados de destrucción, se enfrentan a la desconfianza total sin salida posible—, hay otra escena, hacia el final de la película, que se revela crucial y mucho más profunda de lo que a primera vista podría parecer. Se trata del momento en que MacReady decide grabar un mensaje en su grabadora de cinta, en la sala de radio —después de que la paranoia se haya apoderado del grupo, tras los eventos del test de sangre y la batalla interna en la estación—. Allí, visiblemente exhausto, baja el micrófono, hace una pausa y lanza la frase que encapsula el colapso total de la confianza entre ellos: “Nadie confía en nadie ya. Y todos estamos muy cansados”, dice.
Esta frase resuena más allá de la pantalla: es un diagnóstico que atraviesa las fronteras de la ficción y se instala en la médula de nuestro presente. Porque no se trata solo de un grupo aislado enfrentado a un monstruo desconocido, sino de una imagen que, en cierto modo, refleja la condición humana contemporánea: un estado de desconfianza radical, de agotamiento existencial, de pérdida de los vínculos fundamentales que nos sostenían.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Qué se ha transformado en nuestra manera de ser, de encontrarnos, de habitar el mundo? Tal vez las huellas se perciban en fragmentos: en la disolución de la confianza, en la aparición de ese homo neoliberalensis que calcula incluso los afectos; en la pérdida silenciosa de los ritos de paso, en la mercantilización del arte como simple espectáculo; en el vaciamiento del ser… y, aun así, en la posibilidad —mínima, frágil, pero viva— de resistir y devolverle sentido al mundo.
La tesis es simple y devastadora: no es solo la economía lo que ha cambiado. Es el ser mismo. Nosotros. Y aunque muchos nos hemos dado cuenta tarde, la responsabilidad —y la posibilidad— de abrir un nuevo horizonte sigue estando en nuestras manos.
La disolución de la confianza
La confianza es el cemento invisible que sostiene la posibilidad de la vida en común. Antes de cualquier contrato, de cualquier sistema legal o económico, existe una disposición primigenia: el otro es, por principio, una apertura, no una amenaza. Sin esta confianza básica, toda convivencia se derrumba.
Sin embargo, en nuestro presente esta confianza ha sido erosionada quizás de modo irreversible. No miramos al otro como un tú, sino como un "qué" potencialmente peligroso o instrumentalizable. Cada interacción humana se ha transformado en un cálculo. Cada encuentro, en una transacción.
Esta disolución de la confianza no es una casualidad ni un accidente. Es el resultado de décadas de reformas no solo en los sistemas económicos y políticos, sino en el tejido mismo de los afectos, los deseos y los vínculos. Lo cual es aún más terrible. El neoliberalismo, más que una doctrina económica, ha sido un proyecto de reingeniería del alma. Quizás ninguna otra teoría se haya atrevido a tanto.
El resultado: una humanidad incapaz de descansar en el otro, imposibilitada de entregarse sin cálculo, exiliada de la ternura sin rendimiento. La confianza ha dejado de ser el suelo firme donde se alzan los vínculos. Se ha convertido en una excepción.
“Nadie confía en nadie ya. Y todos estamos muy cansados”, dicen los ojos de las personas que caminan por las calles, de las que viajan en el metro o comparten un ascensor.
El capitalismo como hiperobjeto: La Cosa
Hace tiempo escribí que “La Cosa” de la película de John Carpenter era una representación física del hiperobjeto llamado capitalismo global. Esta idea, que puede parecer forzada en un primer momento, adquiere sentido si atendemos a las características compartidas entre ambos.
¿Qué es “La Cosa”? Un organismo alienígena que imita perfectamente a otros seres, se infiltra sin ser detectado y destruye desde dentro. No tiene forma propia, es todas las formas y ninguna. No se puede ver en su totalidad, pero sus efectos están en todas partes. Siembra una desconfianza total, hasta que los vínculos humanos se rompen por completo.
Ahora bien, ¿qué es un hiperobjeto? Según Timothy Morton, es una entidad tan vasta en tiempo y espacio que desborda nuestra percepción, pero cuyas manifestaciones están en todos lados. El cambio climático, por ejemplo, es un hiperobjeto. También lo es el capitalismo tardío. No se localiza, no se ve directamente, pero está ahí: operando, transformando, infectando.
El capitalismo como hiperobjeto se comporta como “La Cosa”:
• No-localidad e invisibilidad: No tiene un rostro ni un centro o un centro identificable. Está en todas partes: en las empresas, en las apps, en los discursos motivacionales, en las terapias de productividad. Como “La Cosa”, se manifiesta a través de otras formas, pero nunca se presenta directamente como sí mismo.
• Mimetismo total: “La Cosa” copia lo que toca. El capitalismo absorbe e imita o lo parasita todo: culturas, rebeldías, disidencias, incluso sus propias críticas. Todo puede ser mercantilizado. Incluso la resistencia termina vendiéndose. Camisetas del Che, libros de autocrítica en editoriales corporativas, experiencias espirituales empaquetadas. El capitalismo no destruye abiertamente: absorbe y reapropia.
• Desconfianza y aislamiento: En la película, nadie confía en nadie. Cada uno sospecha del otro. Esa es también la condición psíquica del sujeto neoliberal: competencia y sospecha constante, individualismo extremo, miedo al otro. La sociedad se convierte en una guerra de todos contra todos, una distopía disfrazada de libertad.
• Destrucción desde dentro: “La Cosa” no ataca desde fuera, sino que se convierte en ti, desde dentro. Eso es lo que hace el capitalismo: no te impone un régimen exterior, sino que transforma tus deseos, tus valores, tus sueños. Te convence de que su lógica es tuya. Que ser libre es competir, que ser feliz es producir, que ser amado es ser rentable.
• Inmortalidad y dispersión: No se puede matar a “La Cosa” fácilmente. Cuando crees que has acabado con una parte, otra ya está creciendo en otro lugar. No se puede destruir porque no hay un solo cuerpo que atacar. Lo mismo con el capitalismo, cada crisis es absorbida y reciclada: quiebran bancos, colapsan mercados, se hunden imperios... pero el sistema reaparece, mutado, reciclado, vuelto tendencia. Ya sabemos la cantinela: “Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Diagnóstico de Jameson que ha terminado por retorcerse y convertirse en un mantra que opera en favor del monstruo y su mito.
• Sin afuera: La estación en la Antártida donde ocurre la película es un lugar cerrado, aislado, sin escapatoria. Como en el capitalismo tardío: no hay “afuera” visible al sistema. Todo está ya dentro. Incluso quienes sueñan con otra cosa terminan atrapados en su lógica. Es lo que Fredric Jameson llamó “el fin de la imaginación”.
Este diagnóstico nos sitúa ante una evidencia inquietante: el capitalismo no solo moldea las instituciones. Moldea la realidad ontológica de los sujetos que habitan su espacio simbólico.
El cansancio como signo de época
Una de las manifestaciones más palpables de esta mutación es el cansancio radical. No hablamos solo de fatiga física o mental. Hablamos de un agotamiento del alma, un desgaste espiritual que afecta la raíz misma de la existencia.
Byung-Chul Han ha descrito esta condición en su célebre La sociedad del cansancio: ya no vivimos bajo el mandato del "debes" sino bajo la tiranía del "puedes". La explotación no proviene de un poder exterior que nos obliga, sino de una autoexigencia internalizada que nos convierte en esclavos de nuestra propia productividad. La publicidad nos exhorta a no parar, a no detenernos nunca: actívate, produce, consume… agótate, quédate sin capacidad de respuesta, busca soluciones a tu agotamiento: actívate… Sé útil a quien procura tu agotamiento.
El sujeto neoliberal nunca descansa. Vive en permanente estado de representación. Su identidad es un proyecto infinito, siempre incompleto, siempre provisional. La ansiedad, la depresión, el insomnio, no son fallos del sistema. Son sus productos necesarios.
La experiencia cancelada: la pérdida de los ritos de paso
La transformación neoliberal ha cancelado la posibilidad de la experiencia auténtica. Experimentar no es simplemente acumular eventos. Es atravesar un proceso que deja huella, que transforma, que permite devenir otro.
Las culturas tradicionales estructuraban la vida en base a ritos de paso: nacimiento, adolescencia, matrimonio, muerte. Cada etapa implicaba una metamorfosis simbólica, una ruptura con la fase anterior. Estos rituales no solo marcaban un tiempo: configuraban un sentido.
Hoy, en cambio, vivimos en un tiempo sin umbrales. Todo debe ser continuo, fluido, optimizado. La experiencia no se habita, se consume. Las transiciones son superficiales, las pérdidas no se lloran, los duelos no se atraviesan.
Esto no solo afecta la vida emocional. Afecta la capacidad de aprender. De crecer. De ser.
¿Qué tipo de ser humano está produciendo el neoliberalismo?
El resultado de este proceso es la formación de un nuevo sujeto histórico: el homo neoliberalensis. Las características centrales de este ser son:
Autonomía simulada: Cree ser libre, pero está profundamente condicionado.
Autoexplotación permanente: Se exige más de lo que cualquier patrón haría.
Afectos erosionados: Dificultad para la intimidad, la entrega, la comunidad.
Desarraigo espiritual: Incapacidad para acceder a experiencias de trascendencia.
Temporalidad fragmentada: Vive en el eterno presente del rendimiento.
El homo neoliberalensis es incapaz de amar sin cálculo, de confiar sin garantía, de vivir sin representar. Su identidad es siempre provisional, su yo es siempre un proyecto en proceso de "mejora".
¿Por qué no nos dimos cuenta antes? Nuestra responsabilidad
La transformación ha sido gradual, insidiosa, seductora. A diferencia de otras épocas históricas marcadas por rupturas o revoluciones, la conversión neoliberal se realizó sin grandes alardes.
Los nacidos en los años 60 y 70 —la generación bisagra— somos testigos y partícipes. Conocimos un mundo con otros ritmos, otros valores, pero no supimos o no quisimos ver lo que se estaba gestando. Participamos en su construcción. Nos dejamos seducir por sus promesas.
Hoy, al reconocer esto, emerge una responsabilidad moral: la de no perpetuar la ceguera. La de buscar, incluso tardíamente, espacios de resistencia, de reaprendizaje, de rehumanización.
El arte en la era del rendimiento
El arte es, por definición, lo inútil que tiene valor. Su fuerza no reside en la utilidad, sino en la capacidad de abrir sentido, de revelar lo que no puede ser dicho en otros lenguajes.
En la era neoliberal, el arte ha sido:
Mercantilizado: Convertido en producto cultural.
Instrumentalizado: Usado para fines terapéuticos o decorativos.
Aplanado: Privado de su capacidad de subversión.
El artista se ha convertido en "creador de contenido", atrapado en la lógica del algoritmo, la visibilidad y el éxito comercial.
Y sin embargo, el arte sigue siendo un lugar de resistencia ontológica. Cada vez que una obra escapa al cálculo, cada vez que conmueve sin propósito, cada vez que revela una grieta en el sistema, el arte nos recuerda que otra forma de estar en el mundo es posible.
Desde la metafísica: el ser bajo amenaza
La devastación neoliberal no es solo económica o política. Es metafísica. Afecta la estructura misma del ser.
Hemos pasado de un mundo donde el ser tenía un valor intrínseco a un mundo donde solo el hacer, el producir, el rendir cuenta. El tiempo se ha convertido en recurso. El cuerpo, en capital. El otro, en mercancía.
La desaparición de lo sagrado —aquello que no se mide, no se calcula, no se posee— ha dejado al ser humano suspendido en un vacío existencial. La vida sin misterio se vuelve insoportable. El mundo, sin espesor, se convierte en pura superficie.
¿Qué queda? Hacia una ontología de la resistencia
Frente a este panorama, no hay recetas. Pero hay indicios. Hay gestos mínimos que pueden convertirse en semillas de otra forma de vida.
Reaprender la lentitud: Recuperar el derecho a no hacer, a no rendir.
Reconstruir la confianza: Habitar el riesgo del otro sin garantía.
Crear sin cálculo: Volver al arte como gratuidad.
Practicar la gratuidad: Dar sin esperar, vivir sin contabilizar.
Habitar lo sagrado: Recuperar el asombro, la contemplación, la reverencia.
Resistir hoy es resistir en el nivel más profundo: el de la ontología. Es afirmar que el ser humano no puede ser reducido a su función. Es recordar —tarde, pero no demasiado tarde— que hay un valor en la vida que no se mide, no se vende, no se rinde.
Y esa memoria, aunque herida, sigue siendo el lugar desde donde puede nacer un nuevo comienzo.
Por último, recordad: Cuidad a vuestra familia: padres, madres, hermanos, esposas y maridos, hijos e hijas, a todas aquellas personas que consideréis como tal; cuidad a vuestros amigos y amigas; practicad la camaradería y la solidaridad, la cortesía. Amad y dejáos amar. La comprensión y la empatía. Sed firmes en estos valores.
La competencia, la avaricia, la insolidaridad y la falta de empatía son trampas que no os procurarán nada más que más competencia, avaricia, insolidaridad y falta de empatía y te convertirán en un gilipollas integral.






