Toda narración es un umbral. No simplemente una puerta hacia una historia más o menos entretenida, sino una invitación —o una advertencia— para cruzar los límites de lo que creemos saber, para adentrarnos en territorios incómodos donde nuestras certezas pueden tambalearse. Narrar es, en esencia, abrir una brecha en el tejido cotidiano, un espacio donde lo familiar se diluye y emerge lo desconocido. Pero no todas las narraciones cumplen esta función vital. Hay relatos que nos conducen directamente al abismo, ese territorio incierto donde la realidad se disloca, donde la identidad se fragmenta y el lenguaje se vuelve inestable, retorcido. Son narraciones que perturban y que nos obligan —ya sea como espectadores o lectores— a salir de nuestra zona de confort y enfrentarnos a aquello que habitualmente evitamos: el dolor, el vacío, la contradicción, lo inefable. En estos relatos, la forma narrativa tradicional se desintegra para que algo nuevo, aunque incómodo y a veces aterrador, pueda emerger.
Pero también existen los otros relatos. Aquellos que no abren el umbral sino que, por el contrario, lo sellan herméticamente. Narraciones que encierran al espectador dentro de simulacros perfectos, pulidos, cuidadosamente controlados. Relatos en los que todo está meticulosamente ordenado, previsto, diseñados para evitar cualquier tipo de incomodidad o incertidumbre. No hay margen para el error, la sorpresa ni el cuestionamiento profundo. La historia fluye con la precisión de una máquina, repitiendo fórmulas previamente probadas y domesticando cualquier atisbo de caos, ambigüedad o diferencia. En estos relatos, la función principal no es explorar o desafiar, sino confortar y reproducir. Son espacios narrativos que privilegian la estabilidad y la familiaridad por encima de todo.
Hollywood es el imperio absoluto de este tipo de simulacro. No se trata simplemente de entretenimiento o arte, sino de un dispositivo ideológico sofisticado cuyo propósito fundamental es la reproducción constante de lo mismo. Como señala J.F. Martel en su obra Vindicación del arte en la era del artificio, el cine comercial elimina sistemáticamente cualquier elemento que pueda aburrir, confundir o perturbar al público. La consecuencia es una cadena de montaje que produce películas tan predecibles como intercambiables, donde la transgresión se convierte en una mera pose superficial, en una estética vacía, y la narrativa se reduce a la repetición mecánica de arquetipos cada vez más agotados y carentes de vida.
El espectador, expuesto una y otra vez a este flujo homogéneo de imágenes y estructuras, se transforma en un consumidor pasivo. Su mirada se adormece, se alimenta de un fango visual espeso y espeso, y se habitúa a un ritmo sin sorpresas ni interrupciones. Su imaginación —esa capacidad esencial para concebir lo diferente, para proyectar nuevos mundos y desafiar el presente— comienza a atrofiarse. Así se construye un círculo vicioso: la industria, temerosa de perder audiencia y de riesgos creativos, se adapta cada vez más a lo que cree que el público quiere, reduciendo las narrativas a fórmulas probadas y seguras; el espectador, privado de experiencias narrativas desafiantes, termina por no desear nada más allá de lo ya conocido, ya internalizado, ya familiar. Lo que se genera es un eco interminable. Una habitación cerrada donde cada historia no es sino una mínima variación de la anterior, un simulacro de novedad.
El gran truco de esta maquinaria es su insistencia en que simplemente está "dando al público lo que quiere". Pero esta afirmación debe cuestionarse radicalmente: ¿quién determina ese deseo? ¿Es verdaderamente espontáneo y auténtico, o ha sido cuidadosamente moldeado y condicionado a lo largo de décadas de exposición a un mismo patrón repetido? La lógica del mercado y la industria cultural impone la necesidad de eliminar todo aquello que no encaje en un esquema rentable, todo aquello que pueda generar dudas, incomodidades o conflictos internos en el espectador. Así, la narración deja de ser un espacio de exploración y cuestionamiento para convertirse en un artefacto funcional y eficiente, diseñado para responder a expectativas preconfiguradas y para sostener el statu quo.
Un ejemplo revelador de esta dinámica es el tratamiento del sexo y la violencia en la industria del entretenimiento. William Burroughs se hacía una pregunta fundamental: ¿cuándo se convirtió el sexo en algo más detestable que la violencia? La respuesta es incómoda, pero evidente: fue en el momento en que el sexo comenzó a ser reconocido como un espacio de descontrol real, de vulnerabilidad, de imprevisibilidad. El cuerpo, el deseo, la desnudez son elementos que no se pueden domesticar fácilmente dentro del simulacro porque remiten a lo crudo, a lo humano en su forma más auténtica y descarnada. Por eso resultan siempre subversivos y perturbadores.
La violencia, por el contrario, ha sido estilizada, codificada y esterilizada hasta la médula. Convertida en espectáculo despersonalizado, en una coreografía de disparos, explosiones y peleas sin consecuencias emocionales reales ni profundidad moral. Ha perdido su capacidad para perturbar genuinamente porque ha dejado de enfrentar al espectador con la crudeza del trauma o la tragedia real. Forma parte del decorado, un efecto visual más, una herramienta para mantener la adrenalina sin cuestionamientos profundos. Así, la ideología del entretenimiento queda clara: todo puede mostrarse, siempre y cuando no sacuda demasiado las estructuras del pensamiento ni confronte con verdades incómodas.
El sacrificio colectivo, el héroe predestinado, la venganza ejecutada con precisión quirúrgica: estos son los relatos predominantes que no cuestionan nada, que simplemente reafirman la estructura del mundo tal como está. No hay fisuras, ni grietas ni crisis real. Solo el reciclaje interminable de mitos sin consecuencias, el simulacro de cambio que no transforma nada, que no genera reflexión ni conflicto real. Son narrativas que actúan como anestesia cultural.
Pero el verdadero arte no está hecho para consolarnos. No existe para confirmar nuestras creencias ni para reforzar nuestra visión cómoda del mundo. Si el arte sirve para algo, es precisamente para provocar el colapso de nuestras certezas, para sacudir la complacencia y arrastrarnos hacia ese abismo donde nada está asegurado ni garantizado. Antonin Artaud lo expresaba con brutal lucidez: ¿para qué sirve el poeta, para qué ha nacido, si no es para quebrantar lo dado por supuesto? Esa es, tal vez, la única definición válida del arte: una fuerza que interrumpe, que incomoda, que desprograma.
Un arte que no perturba no es arte: es propaganda. Es un mecanismo de control disfrazado de espectáculo. Y si la industria del cine ha convertido la narración en una cadena de montaje, el problema no es solo estético o creativo. Es un problema cultural, social y político. Es la pérdida progresiva de la imaginación colectiva, la pérdida de la capacidad de pensar otros mundos, otras realidades, otros futuros.
Porque no se trata únicamente de que Hollywood repita siempre la misma historia; el problema es que millones de personas ya no pueden concebir otras. Más aún: ya no saben desear otra cosa. La imaginación se empobrece cuando deja de ser desafiada, cuando se acostumbra a lo fácil, a lo previsible, a lo seguro. Cuando se reduce a consumir variaciones sobre un mismo molde, pierde su fuerza emancipadora.
Por eso, más que una crítica al cine comercial, lo que está en juego es una defensa de la potencia transformadora del relato. Cuando la narración se convierte en un producto predecible, se estrecha también nuestra capacidad de imaginar lo posible, de pensar lo diferente, de proyectar la alteridad. Recuperar la dimensión incómoda, ambigua y radical del arte no es un gesto elitista ni un capricho estético: es una urgencia cultural. Porque solo desde la fricción, la contradicción y la extrañeza puede emerger algo que interrumpa el ritmo mecánico y monótono de lo real.
Si dejamos que el simulacro domine todo, si permitimos que la narración se reduzca a un molde estéril y previsible, la consecuencia no será solo el aburrimiento o la falta de novedad. Será algo mucho más grave y profundo: la muerte de la imaginación. Y cuando la imaginación muere, la realidad se convierte en una prisión sin fisuras, una cárcel tan perfecta que ni siquiera sabemos que estamos atrapados. El simulacro no solo nos encierra; nos vuelve incapaces de concebir la libertad, la diferencia y el cambio.







