En El corazón de las tinieblas, Marlow experimenta el tiempo como algo plegado sobre sí mismo. Su travesía no es solo un desplazamiento geográfico por el río Congo, sino un descenso a las profundidades de la mente humana. La selva, en su espesor impenetrable y vibrante de vida, no es meramente paisaje, sino un territorio simbólico: representa lo inexplorado del alma, el retorno a lo arcaico, a aquello que la civilización ha reprimido durante siglos. En este viaje, Joseph Conrad y Nietzsche convergen: el primero, desde una literatura densa y visionaria; el segundo, desde una filosofía que desmonta los pilares del pensamiento occidental. Ambos apuntan a una misma revelación: bajo la máscara de la civilización se esconde el caos primordial, y todo intento de iluminarlo con la razón moderna termina por revelar aún más su insondable oscuridad.
La selva no es solo geografía, sino también psique. En ese paisaje ancestral y hostil, el mito de Baco y el retorno a un estado primitivo de consciencia resuenan con fuerza. El entorno se convierte en un espejo que distorsiona, multiplica y subvierte la identidad del individuo. El grito final de Kurtz—"¡El horror!"—no es solo una reacción ante la brutalidad externa, sino la constatación de un abismo interno, una mirada sostenida frente al núcleo ardiente y desprovisto de sentido del yo. Kurtz, comerciante de marfil, artista, escritor y político en potencia, encarna una especie de übermensch frustrado. Ha superado las normas de la civilización, ha escapado de sus restricciones morales y ha accedido a un grado de poder absoluto, pero en lugar de alcanzar una nueva forma de existencia, ha sido devorado por el abismo. En él, Nietzsche encuentra su sombra: no el superhombre afirmativo y creador, sino uno desintegrado, incapaz de soportar el peso de su propia libertad.
Nietzsche exaltaba el espíritu dionisíaco de las culturas antiguas, su entrega a la experiencia sin las restricciones morales impuestas por el orden apolíneo. En ese sentido, Kurtz, en su enclave selvático, parece haber intentado algo similar: una entrega absoluta al instinto, a la voluntad, a lo telúrico. Pero su grito final atestigua su caída. No ha dominado la voluntad de poder; ha sido consumido por ella. En su caso, el poder no ha sido creador, sino destructivo. Ha dejado de ser sujeto y se ha convertido en instrumento de fuerzas que lo exceden. En él, la barbarie no es lo opuesto a la civilización, sino su continuación por otros medios, más crudos, más sinceros, sin la hipocresía de la moral.
Décadas más tarde, Freud aportaría una herramienta conceptual que enriquecería la lectura de esta obra: el inconsciente. Para Freud, los sueños son vías de acceso a los rincones ocultos de la mente, a aquello que la conciencia ha reprimido. El viaje de Marlow se convierte, desde esta perspectiva, en una regresión, un sueño febril donde lo reprimido emerge con brutalidad. Es una experiencia onírica en el sentido más profundo: no una fantasía, sino un retorno a los orígenes psíquicos, a la matriz del miedo, del deseo, del impulso destructivo. La selva es, en este marco, el inconsciente colectivo, el reservorio de todas las pulsiones inconfesables.
Esta idea encuentra una poderosa resonancia en El mundo sumergido de J.G. Ballard. Ambientada en un futuro postapocalíptico donde el mundo ha regresado a un estado casi prehistórico, Ballard construye un paisaje en regresión, un escenario donde la civilización ha sido devorada por una naturaleza triunfante, líquida, solar y hostil. Sus personajes, rodeados de pantanos, ruinas y animales tropicales, también retroceden en su estructura psíquica. Las memorias ancestrales despiertan, disolviendo la identidad en algo más antiguo, más profundo. Ballard, al igual que Conrad, ve en el paisaje una entidad activa, una especie de catalizador psíquico. El entorno no solo condiciona la mente, sino que la moldea, la reformula, la regresa a un estado anterior al lenguaje y a la razón.
Lo interesante en Ballard es que, lejos de plantear esta regresión como una catástrofe, la presenta como una oportunidad. Sus personajes no huyen del colapso de la civilización, sino que lo aceptan, incluso lo buscan. Exploran nuevas formas de percepción y significados, se entregan a un proceso de disolución del yo como una vía hacia otra forma de existencia. Nos invita a cuestionar si nuestra idea del yo como ente soberano e inmutable no es, en sí misma, una construcción transitoria. La subjetividad moderna, con su énfasis en la autonomía, la racionalidad y el control, podría no ser más que una etapa pasajera en un ciclo mucho más amplio y menos lineal.
En este sentido, tanto Conrad como Ballard presentan un tiempo desarticulado, con un halo mítico y sagrado. La linealidad cronológica es sustituida por una estructura circular, cíclica o suspendida. El tiempo ya no es progreso, sino retorno, repetición, suspensión. Es un tiempo que explora la consciencia humana en constante transformación, la separación cognitiva de la naturaleza y la readaptación a nuevas realidades mutantes. La historia se convierte en un campo de fuerzas que nos atraviesa, no como narración ordenada, sino como experiencia afectiva y simbólica.
Conrad describe paisajes y figuras como estatuas de bronce, inmóviles en una especie de eternidad: "Cerca del río, dos figuras de bronce, apoyadas en lanzas, permanecían al sol bajo tocados de pieles manchadas; guerreros, inmóviles como esculturas." Esta imagen trasciende lo anecdótico: se trata de un tiempo que se ha congelado, un instante eterno que se repite sin cesar. Es el mismo efecto que Robert Graves buscaba en sus novelas. No le interesaba solo narrar el pasado, sino habitarlo. Graves sostenía que podía viajar a épocas remotas mediante una inmersión total en su estudio y escritura. Decía literalmente retroceder en el tiempo, caminar por Roma o Jerusalén, no como ejercicio de imaginación, sino como una experiencia cuasi-paranormal. Si tomamos en serio esta afirmación, la mente humana es más flexible de lo que creemos. La historia no es solo un registro, sino una estructura mental que podemos manipular, idealizar o reinventar. Tal vez la literatura, en su esencia, sea un mecanismo para trascender el tiempo y sumergirnos en realidades alternas donde el pasado y el presente se confunden.
Desde este enfoque, la pregunta que plantea El corazón de las tinieblas se vuelve aún más profunda: ¿puede el hombre contemporáneo comprender realmente el pasado? La posverdad, la saturación mediática y la manipulación narrativa nos dicen que no, que el pasado es moldeado según las necesidades del presente. Sin embargo, el viaje de Marlow no es una reinterpretación conveniente, sino un contacto directo con algo primordial que nos sigue acechando. Hay en ese viaje una voluntad de enfrentarse a lo que la modernidad ha preferido ignorar. Marlow, al igual que Jessup en Altered States (1980), desciende no solo a lo primitivo, sino a lo originario, a una materia anterior a cualquier orden simbólico.
En Altered States, dirigida por Ken Russell y basada en una novela de Paddy Chayefsky, el protagonista realiza experimentos con sustancias alucinógenas y aislamiento sensorial, inspirados en las experiencias de Antonin Artaud con el peyote en México. Jessup no solo experimenta una regresión psicológica, sino biológica: su cuerpo cambia, se transforma, se licua, se deforma. Alterna entre formas humanas y prehumanas en una oscilación dolorosa y desanclada de la realidad. Lo que parecía un experimento científico se convierte en un rito involuntario, una forma de contacto con una conciencia arcaica que no está muerta, sino latente en cada uno de nosotros. Su cuerpo se convierte en el campo de batalla entre el presente y el pasado biológico, entre la cultura y la prehistoria. Su transformación parece confirmar que la evolución no es lineal, sino un ciclo donde lo primitivo y lo moderno coexisten y colisionan constantemente.
Si la memoria ancestral reside en nuestro ADN, como sugieren algunas corrientes bioculturales, entonces el viaje de Marlow, la caída de Kurtz y la mutación de Jessup son parte del mismo proceso: la búsqueda de un conocimiento más allá de la racionalidad moderna. Pero ese conocimiento tiene un precio. El precio de ver demasiado, de desear ir más allá de los límites impuestos. Marlow regresa, pero nunca vuelve del todo. Ha sido tocado por algo que no puede explicar, que no puede traducirse al lenguaje común. Ha sentido el peso del tiempo sobre sí, y ha comprendido que la frontera entre civilización y barbarie es mucho más frágil de lo que nos gusta admitir.
Y, sobre todo, ha intuido algo innombrable. Un horror que escapa a las palabras, una presencia que, como las sombras en la selva, se oculta en los pliegues de la memoria y de la historia, siempre al acecho. Esa es la verdadera lección de El corazón de las tinieblas, y su legado más inquietante: que la oscuridad no está fuera, sino dentro. Y que, si la miramos con suficiente profundidad, no solo veremos a Kurtz: también nos veremos a nosotros mismos.