Más que un fenómeno a explicar o una anomalía a eliminar, lo paranormal (1) puede pensarse como un dispositivo ontológico y estético que nos obliga a repensar nuestra relación con lo real. Su aparición interrumpe el orden cotidiano y pone en crisis la aparente estabilidad del mundo tal como lo conocemos. Frente a la tentación de domesticar lo desconocido mediante marcos científicos, psicológicos o narrativos, lo paranormal se presenta como lo que persiste en el margen, como un recordatorio incómodo de que no todo puede ser nombrado, clasificado ni resuelto. En lugar de reducirlo a un objeto de fascinación mediática o de burla escéptica, aquí propongo entender lo paranormal como una forma de resistencia simbólica y epistémica frente a las limitaciones del racionalismo moderno.
Siguiendo al cineasta y escritor canadiense J.F. Martel, lo paranormal nos recuerda que el mundo no está completamente codificado, que hay fisuras, umbrales, restos. Es decir, zonas donde la lógica se suspende, donde el sentido se pliega sobre sí mismo y donde la experiencia ya no puede ser procesada desde categorías preexistentes. Estas interrupciones son fundamentales, no porque nos ofrezcan una verdad alternativa definitiva, sino porque desestabilizan las verdades hegemónicas, abren espacio para otras narrativas y visibilizan lo que ha sido silenciado o reprimido.
Lo paranormal puede entenderse entonces como una pedagogía del misterio. Nos enseña a convivir con lo que no entendemos, a sostener la pregunta sin apresurarnos a responderla. En un mundo que valora la eficiencia, la transparencia y el control, lo paranormal reintroduce lo enigmático como forma legítima de conocimiento. No se trata de celebrar la ignorancia, sino de reconocer que existen formas de conocimiento que escapan a los protocolos del empirismo y a las metodologías verificables. También conviene recordar que gran parte de lo que solemos llamar "sabiduría" no es más que ruido disfrazado de certeza. En este sentido, lo paranormal plantea una ética de la incertidumbre: nos invita a asumir la incomodidad como un componente esencial del saber, y no como una falla que deba ser corregida.
Lejos de ser una amenaza, lo inexplicable es el lugar desde donde puede emerger una nueva sensibilidad: más abierta, más poética, más plural. Una sensibilidad que no impone sentido, sino que escucha. Que no busca dominar el mundo, sino relacionarse con él desde la reciprocidad y la atención. En esta clave, lo paranormal puede ser visto como un arte de la grieta, una práctica que nos conecta con lo que escapa, con lo que insiste en aparecer aunque no sepamos cómo nombrarlo.
Así, lo paranormal no es un error en el sistema, sino una invitación a pensar de otro modo. A imaginar mundos donde lo real no está clausurado, donde lo invisible también importa y donde lo imposible puede ser, de repente, una forma inesperada de verdad.
Lo paranormal como síntoma cultural
En la era de la hipertecnologización y el cientificismo dominante, los fenómenos paranormales son comúnmente relegados al ámbito de la superstición, la pseudociencia o, en el mejor de los casos, del entretenimiento especulativo: las películas de terror son siempre éxitos de taquilla, los programas dedicados a casas encantadas, a fantasmas familiares o domésticos a entidades que acechan en manicomios u hospitales abandonados son siempre bien recibidos por la audiencia un viernes por la noche, aunque sean siempre el mismo, aunque hablen siempre de lo mismo o caigan en la banalidad o la espectacularización. La creciente confianza en la razón instrumental, el avance de la inteligencia artificial y la preeminencia de modelos científicos cuantificables han estrechado cada vez más los márgenes de lo pensable. En este contexto, todo aquello que escapa a los criterios de validación empírica tiende a ser descartado como residual, folclórico o irrelevante. Sin embargo, en este texto me interesa partir de una premisa contraria: lo paranormal no debe ser comprendido como un residuo irracional del pensamiento premoderno, ni como una anomalía menor en el engranaje de la racionalidad moderna, sino como un fenómeno cultural, simbólico y ontológico que desafía y pone en tensión las estructuras conceptuales establecidas. Frente a un paradigma positivista que privilegia la certeza, la causalidad y la verificación, los fenómenos paranormales emergen como interferencias en el sistema, como disonancias que revelan no tanto un error en la percepción, sino una fisura en el modelo mismo de comprensión del mundo. Como sostiene J.F. Martel, estas experiencias no deben ser rechazadas a priori por su inverificabilidad, sino exploradas con atención como manifestaciones simbólicas de los límites de nuestra racionalidad. Lejos de ser simples “ilusiones”, lo paranormal puede leerse como una sintomatología cultural que apunta hacia dimensiones inexploradas de lo real.
Así, este texto lo que propone es un desplazamiento en la forma de abordar lo inexplicable: en lugar de tratarlo como un cúmulo de anécdotas marginales —reducibles a errores perceptivos, autoengaños o patologías cognitivas—, lo concibe como un lenguaje complejo que articula tensiones sociales, deseos colectivos y potencias ontológicas reprimidas. Este enfoque permite reconsiderar lo paranormal no como un tema periférico, sino como un espacio desde el cual es posible interrogar críticamente las formas dominantes de producción de verdad y realidad. En otras palabras, lo paranormal se convierte en una herramienta epistemológica que cuestiona las fronteras entre lo real y lo imaginario, lo visible y lo oculto, lo humano y lo no humano.
Asimismo, considerar estos fenómenos como significantes culturales implica aceptar que su existencia y persistencia no es arbitraria, sino que responde a condiciones históricas, sociales y subjetivas concretas. Jacques Vallée o Patrick Harpur, por ejemplo, nos han recordado una y otra vez que fenómenos como el ovni vienen siendo experimentados por la humanidad desde que se tiene recuerdo de la propia humanidad y tratados de explicar según los conocimientos del mundo de cada civilización y cada época. Lo paranormal, en tanto manifestación simbólica, puede leerse como un archivo de lo excluido, un testimonio de los límites del discurso moderno y una señal de que otros modos de habitar y de conocer el mundo son posibles. Este texto pretende ser una exploración de ese archivo y una invitación a escuchar sus murmullos, no con la esperanza de encontrar respuestas definitivas, sino con el deseo de abrir nuevas preguntas sobre la naturaleza misma de lo real.
La imaginación radical
En su obra Vindicación del arte en la era del artificio, J.F. Martel afirma que el arte, y por extensión los fenómenos paranormales, poseen una dimensión ontológica que va más allá de la representación o del simple acto de comunicar significados. Lo paranormal, en este marco teórico, no es una categoría cerrada ni un conjunto de fenómenos catalogables, sino más bien un modo de aparición, una forma de irrupción de lo real que evidencia la insuficiencia de los marcos epistemológicos tradicionales —especialmente del pensamiento materialista y lógico-formal— para dar cuenta de la complejidad y la riqueza del mundo. Se trata de eventos que escapan a la lógica lineal y a las taxonomías dominantes, y que sin embargo insisten en aparecer, en dejar su huella, en interrumpir la estabilidad de lo conocido.
Martel considera estas manifestaciones como “expresiones de una imaginación radical”, una facultad que no se limita a producir ficciones o imágenes mentales, sino que actúa como una fuerza ontogénica, capaz de revelar y transformar el tejido mismo de lo real. La imaginación, en este sentido, no es una fuga de la realidad, sino una vía de acceso privilegiada a sus capas más profundas, aquellas que permanecen invisibles o reprimidas por los dispositivos de racionalidad dominante. En lugar de buscar confirmar o refutar su realidad empírica mediante experimentos replicables o métodos de validación científica, Martel propone atender a su función simbólica y perturbadora: “Lo paranormal es la aparición de lo real en los intersticios del sistema simbólico. Una sacudida en la lógica de lo cotidiano”, dice.
Esta concepción posiciona a lo paranormal como un fenómeno liminal, un acontecimiento que actúa en los márgenes del sistema simbólico, pero que lo interroga y desestabiliza desde dentro. No se trata de un simple "fallo" o "anomalía", sino de una interfaz activa entre lo visible y lo invisible, lo dicho y lo silenciado, lo humano y lo otro. Su aparición, muchas veces fugaz o enigmática, apunta hacia zonas de indeterminación donde la subjetividad, el inconsciente y la historia cultural se entrelazan. En este sentido, lo paranormal opera como un índice de lo reprimido, de lo que no ha sido integrado al discurso oficial del saber, pero que persiste como resto o como exceso.
Al comprender lo paranormal de este modo, se habilita una lectura que va más allá del juicio de veracidad o falsedad: lo que importa no es tanto si “sucedió realmente”, sino qué dice ese suceso sobre las condiciones de posibilidad de lo real, qué grietas abre en nuestro aparato perceptivo y qué mundos potenciales deja entrever. Se trata, en última instancia, de pensar lo paranormal como una poética del límite: una zona de apertura donde la experiencia, el símbolo y la ontología se encuentran.
Continuando con esta lectura, lo paranormal puede entenderse como un espejo oscuro que refleja los contornos de lo que una cultura está dispuesta —o no— a aceptar como real. Si lo real es siempre una construcción cultural, lo paranormal es aquello que tensiona esa construcción, poniendo de manifiesto sus fisuras, contradicciones y umbrales. Desde esta perspectiva, los fenómenos paranormales no constituyen meras anécdotas marginales, sino transmisores de sentido que emergen en los límites del lenguaje, del pensamiento lógico y de la percepción consensuada. Son síntomas de lo que permanece excluido del régimen de visibilidad dominante, pero que, sin embargo, insiste en manifestarse.
Lo que Martel sugiere es que estos fenómenos deben ser leídos como textos culturales, como acontecimientos simbólicos que condensan no solo ansiedades individuales o sociales, sino también impulsos creativos, intuiciones arcaicas y memorias colectivas reprimidas. En este sentido, lo paranormal tiene más en común con el mito, con el arte y con el sueño que con la ciencia en su acepción más restrictiva. Es por esto que muchas veces me irrita la tenaz insistencia de tantos y tantos parapsicólogos en forzar lo paranormal a encajar en moldes científicos que, por su propia naturaleza, están diseñados para domesticar lo incierto, reducir lo ambiguo y excluir lo simbólico.
Como el mito, lo paranormal no pretende describir el mundo, sino abrirlo; no busca representar la realidad, sino amplificarla y desbordarla. Su valor reside precisamente en su ambigüedad, en su capacidad para activar preguntas sin respuestas fijas, en su potencia para desorganizar lo establecido y ofrecer nuevas configuraciones del sentido. En este sentido, lo paranormal se emparenta con la figura de la Esfinge: enigmática, inquietante, irreductible al saber sistemático, símbolo supremo del misterio y la pregunta que desestabiliza. Como guardiana del umbral entre lo conocido y lo desconocido, la Esfinge no exige respuestas, sino que impone la persistencia de la duda; no ofrece certezas, sino que inaugura el pensamiento allí donde la lógica vacila.
Esta cualidad perturbadora de lo paranormal no debe ser entendida como una amenaza a la razón, sino como su complemento necesario. Toda estructura simbólica, por precisa que sea, necesita de un afuera que la desafíe para no volverse dogma o ideología. Lo paranormal, en este marco, cumple esa función crítica: actúa como una reserva de lo inasimilable, de lo no codificado, de lo aún por pensar. En vez de clausurar el pensamiento, lo expande. En vez de ofrecer certezas, inaugura un espacio de perplejidad fecunda, donde el saber no se presenta como acumulación de datos, sino como experiencia de apertura.
Podemos, entonces, pensar lo paranormal como una forma de resistencia simbólica ante un mundo saturado de hiperexplicaciones, donde todo debe tener un sentido racional, una causa concreta y una utilidad medible. Frente a esta lógica instrumental, lo paranormal ofrece una experiencia que no se deja reducir ni domesticar, una experiencia que nos recuerda que el mundo —y nosotros mismos— somos mucho más que lo que alcanzamos a comprender. Su aparición puede no solo desestabilizar nuestras certezas, sino también recordarnos que lo real no se agota en lo visible, lo mensurable o lo predecible.
En definitiva, seguir el hilo de lo paranormal es aceptar una ética de la incertidumbre, una disposición a habitar los márgenes, a convivir con lo ambivalente y a escuchar aquello que normalmente callamos. Es, como propone Martel, un modo de recuperar la imaginación como una fuerza ontológica capaz de transformar no solo nuestra percepción, sino también nuestra forma de estar en el mundo.
Lo paranormal como resistencia epistémica
Desde una lectura filosófica, lo paranormal puede entenderse como un gesto de resistencia frente al dominio totalizante de la razón instrumental. Siguiendo a Adorno y Max Horkheimer, la racionalidad moderna tiende a la cosificación del mundo, reduciendo su pluralidad y complejidad a variables controlables, cuantificables y funcionales. Esta forma de pensar, derivada de la Ilustración, busca someter toda experiencia a un marco de inteligibilidad técnica y científica, eliminando progresivamente lo ambivalente, lo simbólico y lo afectivo. En este contexto, lo paranormal aparece como una perturbación, un residuo que se niega a ser absorbido por la maquinaria racional. Es, en palabras de Mark Fisher, “el retorno de lo reprimido”, una irrupción que delata el malestar estructural de la modernidad, su incapacidad para dar cuenta del exceso de lo real.
Estos fenómenos, lejos de ser meras curiosidades marginales o errores perceptivos, constituyen momentos de ruptura en los cuales la estabilidad del orden simbólico se ve comprometida. Lo paranormal desestabiliza la separación moderna entre sujeto y objeto, naturaleza y cultura, real e imaginario. Al hacerlo, revela que estas dicotomías no son verdades universales, sino construcciones históricas que pueden ser desmontadas. En contraste con la mirada moderna, que tiende a objetivar el mundo y a dividirlo en categorías estancas, el hombre antiguo no se concebía a sí mismo como un observador separado, sino como parte integral de un cosmos animado, donde lo visible y lo invisible se entretejían sin conflicto. Para él, lo sagrado, lo onírico y lo natural no eran esferas distintas, sino expresiones de una misma realidad viviente. Lo paranormal, en este sentido, no es una anomalía que interrumpe el orden racional, sino un vestigio de una forma de habitar el mundo que reconoce la porosidad entre lo humano y lo no humano, entre el pensamiento y la materia, entre lo que se ve y lo que se intuye.
Lo paranormal, entonces, no solo desafía los sistemas explicativos establecidos, sino que subvierte las jerarquías ontológicas que los sostienen. La aparición de un fantasma, una visión inexplicable, una sincronicidad imposible, no se limita a “confundir” al sujeto, sino que pone en crisis su propia constitución como sujeto moderno: autónomo, racional, separado del mundo y capaz de dominarlo a través del saber.
En este sentido, puede leerse lo paranormal como una tecnología del abismo, una pedagogía de lo incierto que obliga a repensar lo real desde la vulnerabilidad, la ambigüedad y el deseo. Lo paranormal enseña desde el desconcierto, y su potencia filosófica reside precisamente en que no ofrece respuestas claras ni soluciones estables, sino que abre preguntas fundamentales sobre los límites del conocimiento, la naturaleza de la experiencia y la estructura misma de la realidad. En lugar de clausurar el pensamiento, lo expone a lo desconocido, lo sitúa frente a lo indeterminado. Esta apertura puede ser vivida como amenaza, pero también como oportunidad: una invitación a construir nuevas formas de entender y habitar el mundo.
Por ello, pensar lo paranormal filosóficamente no implica validar sin más sus contenidos empíricos, sino tomar en serio sus efectos epistemológicos y ontológicos. Implica reconocer en estos fenómenos la posibilidad de una crítica radical a las formas normativas de ver, sentir y pensar, y de imaginar lo real como un campo más poroso, plural y móvil de lo que la lógica moderna ha permitido concebir. Lo paranormal se convierte así en un índice de lo no asimilado, un síntoma del límite de nuestro pensamiento, y al mismo tiempo, una señal de sus posibilidades latentes.
Lo paranormal y el inconsciente colectivo
En clave psicoanalítica, lo paranormal puede interpretarse como una manifestación del inconsciente colectivo. Freud , en su célebre ensayo sobre Das Unheimliche (“Lo ominoso”), sugiere que lo que provoca inquietud no es lo absolutamente desconocido, sino lo que retorna desde lo familiar reprimido. Lo ominoso se genera cuando algo que debía permanecer oculto sale a la luz. En este sentido, el fantasma, el objeto que se mueve sin causa aparente, la voz que se escucha sin un cuerpo presente, todos ellos no son simples aberraciones perceptivas, sino síntomas de una memoria traumática no resuelta, de un deseo inconsciente que encuentra una vía de expresión simbólica. Lo paranormal, desde esta óptica, opera como una grieta en la superficie de la conciencia donde lo reprimido vuelve disfrazado, desafiando la lógica diurna de la razón.
El fenómeno espectral revela la porosidad del sujeto moderno, cuya aparente unidad psíquica se ve interrumpida por retornos involuntarios de lo no elaborado. Pero esta irrupción no es solo individual, sino también colectiva. En muchos casos, las experiencias paranormales —especialmente las relacionadas con casas encantadas, apariciones o fenómenos de posesión— son compartidas dentro de grupos, familias o comunidades. Esto sugiere que no solo el inconsciente individual está en juego, sino también el inconsciente social. En este marco, lo paranormal puede ser leído como el lenguaje cifrado de un trauma colectivo, como una encarnación simbólica de aquello que la cultura ha suprimido o negado: injusticias históricas, violencias estructurales, pasados que no han sido suficientemente elaborados.
Jacques Derrida lleva esta reflexión más allá al proponer el concepto de hauntología (de haunting y ontology), una ontología espectral que rompe con la lógica lineal del tiempo y la estabilidad del ser. Según él, los espectros no son simplemente restos de lo pasado, sino presencias activas que insisten en lo real, que modifican el presente con su mera persistencia. El espectro no “es”, pero tampoco “no es”: habita un umbral entre la presencia y la ausencia, entre lo que fue y lo que aún reclama ser dicho. En este sentido, lo paranormal es una experiencia ontológica radical que socava las categorías temporales tradicionales. Es un testimonio de que el tiempo no es lineal ni clausurado, sino que está atravesado por retornos, repeticiones y desbordamientos.
Así, lo paranormal se convierte en una forma de resistencia de lo ausente-presente, una inscripción de lo no concluido en el tejido de lo cotidiano. Estas experiencias espectrales exigen una atención ética y política: no basta con exorcizar lo incómodo, hay que escucharlo, interpretarlo y, en algunos casos, repararlo. El fantasma no es solo una figura del miedo; es también un portador de verdad, una aparición que interpela al presente desde el silencio de lo no resuelto. En su insistencia, lo paranormal no solo desafía nuestras certezas ontológicas, sino que nos obliga a reconsiderar cómo habitamos el tiempo, la memoria y la experiencia.
La carga simbólica de lo paranormal
Martel también propone una lectura histórica de lo paranormal. Muchos de estos fenómenos, sostiene, no pueden entenderse sin atender al contexto sociopolítico que los produce. Un caso paradigmático son los avistamientos de objetos voladores no identificados en las décadas de 1940 y 1950, coincidentes con la Guerra Fría y el auge del poder nuclear. En un momento en que el mundo vivía bajo la sombra del conflicto atómico y el espionaje internacional, la proliferación de relatos sobre platillos voladores no puede considerarse un simple fenómeno marginal. Para Martel, estos avistamientos no deben ser desestimados como delirios colectivos o mitologías modernas sin valor epistemológico, sino leídos como símbolos de una ansiedad latente: el miedo a la destrucción total, la incertidumbre frente al porvenir, la nostalgia por lo trascendente en una época cada vez más despojada de espiritualidad.
Los alienígenas, los visitantes del espacio, las luces imposibles en el cielo, son expresiones de una imaginación cultural que intenta lidiar con el colapso de las narrativas de sentido heredadas. Estas figuras funcionan como “pantallas simbólicas” donde se proyectan los temores y anhelos de una época. Producen ambivalencia: representan tanto la amenaza de lo otro como la esperanza de una salvación desde fuera del sistema. En ellos se cifra, por un lado, el terror a lo desconocido, a la invasión y al aniquilamiento; por otro, el deseo de redención, de contacto con una alteridad que nos revele algo sobre nosotros mismos. En este sentido, los fenómenos paranormales no son meros accidentes discursivos, sino artefactos culturales que condensan tensiones geopolíticas, traumas históricos y deseos de reconfigurar lo humano desde otra lógica.
Martel sugiere que estos relatos constituyen una suerte de mitología contemporánea. Tal como los mitos antiguos narraban la intervención de dioses en los asuntos humanos para explicar lo incomprensible, las narrativas ufológicas del siglo XX ponen en escena la irrupción de entidades superiores en un mundo en crisis. Pero a diferencia de los mitos clásicos, que tenían un carácter normativo o fundacional, estas nuevas mitologías son inestables, irónicas y abiertas. No proponen una verdad absoluta, sino un terreno especulativo donde se cruzan la ciencia, la ficción y la angustia colectiva. Son, en muchos casos, respuestas simbólicas a un mundo que se percibe como cada vez más incomprensible y deshumanizado.
En este marco, lo paranormal funciona como un lenguaje cifrado, un modo alternativo de procesar y narrar el presente. Lejos de ser una negación de la razón, es un intento por expandirla, por abordar lo que queda fuera del marco explicativo dominante. Al explorar estas figuras —extraterrestres, fantasmas, visiones— no estamos escapando de la realidad, sino adentrándonos en sus zonas de sombra, en los márgenes donde lo histórico, lo psicológico y lo cultural se entrelazan. Lo paranormal se revela así como una tecnología simbólica para pensar lo impensable, para dar forma al malestar de una época que ha perdido fe en sus propias promesas racionalistas.
Lo paranormal y el pensamiento poshumano
Lo paranormal no solo desborda los límites de lo racional, sino también los de lo humano. Desde el pensamiento poshumanista, se ha cuestionado profundamente la idea de un sujeto racional, autónomo y separado del mundo. Esta noción, heredera del humanismo ilustrado, ha sido desmontada por autoras como Rosi Braidotti y Donna Haraway, quienes proponen una visión del ser humano como un ensamblaje de múltiples agencias: biológicas, tecnológicas, animales, espirituales. En este marco, lo paranormal no debe entenderse como un residuo de irracionalidad o superstición, sino como una manifestación de esa multiplicidad constitutiva. Puede leerse como una forma de comunicación interdimensional entre distintas entidades —humanas, no humanas, espectrales— que habitan un mismo plano de existencia ontológicamente poroso.
No es casual que muchas experiencias paranormales se registren en territorios marginales, rurales o periféricos. En estos espacios, los saberes ancestrales y las cosmologías no occidentales aún conservan una potencia epistemológica que escapa al control de la racionalidad moderna. Estos saberes no se basan en la separación sujeto/objeto, naturaleza/cultura o cuerpo/mente, sino en relaciones de continuidad, afecto y reciprocidad entre todos los seres, visibles e invisibles. Lo paranormal, entonces, aparece como una forma de conocimiento que desestabiliza la hegemonía del cientificismo y propone otro modo de estar en el mundo. Se trata de una epistemología relacional, en la que el saber no es acumulación de datos verificables, sino apertura a la alteridad, a lo que no se deja atrapar por el discurso dominante.
Lo poshumano no implica la superación del ser humano, sino su reconfiguración. En este sentido, lo paranormal puede pensarse como una de las zonas de tensión donde esa reconfiguración se hace visible. Las experiencias de contacto con lo otro —ya sea un espíritu, una inteligencia extraterrestre, una energía inexplicable— nos confrontan con los límites de lo que entendemos por conciencia, por cuerpo, por percepción. Nos obligan a reconsiderar el lugar del ser humano en un mundo compartido con múltiples formas de vida, muchas de las cuales escapan a nuestra comprensión.
Además, lo paranormal resiste a la captura por parte del mercado y del sistema científico-industrial precisamente porque no se deja replicar, controlar ni predecir. Esa opacidad lo convierte en una fuerza de interrupción, un acontecimiento que rompe la linealidad del tiempo y la estabilidad del yo. Así, puede entenderse como una tecnología simbólica que permite experimentar —aunque sea fugazmente— la disolución de las fronteras entre mundos.
En última instancia, lo paranormal no propone una verdad alternativa, sino una forma alternativa de habitar la incertidumbre. Una pedagogía del misterio que, en lugar de cerrar el sentido, lo abre hacia lo indeterminado. Desde esta perspectiva, lo paranormal no es un desvío del pensamiento riguroso, sino su expansión hacia territorios donde lo sensible y lo inteligible aún no han sido separados.
NOTA:
(1) Aunque en muchas ocasiones los términos paranormal y sobrenatural se utilizan como sinónimos, no lo son. Lo paranormal hace referencia a fenómenos o eventos que parecen estar más allá de la comprensión científica o fuera de las leyes naturales conocidas, pero que podrían tener una explicación futura según la ciencia. Parecen ser asociados a procesos mentales vinculados con el inconsciente; estos no serían trascendentes a la naturaleza sino inmanentes a ella, excepto que se salen de la norma. Por su parte, lo sobrenatural hace referencia a aquello que excede o trasciende las leyes naturales y, por tanto, se asocia más comúnmente con lo espiritual, divino o mítico. Es intrínsecamente inaccesible para la ciencia porque está fuera del ámbito físico. Ambos términos están relacionados con lo desconocido, pero lo paranormal busca un puente con la realidad física, mientras que lo sobrenatural se coloca en un ámbito trascendente y fuera de las leyes naturales.
Dicho esto, en este texto utilizaré el término paranormal para referirme tanto a fenómenos inexplicables desde la perspectiva científica como a aquellos relacionados con lo espiritual o sobrenatural, con el propósito de simplificar el lenguaje y evitar repeticiones innecesarias.
Mi intención no es minimizar las distinciones entre lo paranormal y lo sobrenatural, sino crear un marco narrativo y exploratorio que permita abarcar estos misterios de forma cohesionada. Ambos términos representan manifestaciones de lo desconocido, pero se diferencian en su enfoque: uno ligado a lo potencialmente explicable y el otro a lo trascendente e inalcanzable desde las leyes naturales. También está la cuestión de las reacciones humanas ante lo inexplicable, ya que, al final, es nuestra percepción la que da forma al significado de estos eventos. Mientras algunas personas interpretan el poltergeist como una manifestación de energía emocional reprimida, por ejemplo; es decir, como un evento paranormal, otras lo ven como la intervención de un espíritu desencarnado con intenciones específicas; o lo que es lo mismo, como un acto sobrenatural. Mientras que un prodigio de precognición puede ser entendido como la consecuencia de la intervención divina y por lo tanto perteneciente al ámbito de lo sobrenatural, otras personas pueden entenderlo como la capacidad aún desconocida de la mente humana para predecir acontecimientos; una facultad paranormal. Si lo extrapolamos a los contextos culturales que moldean la forma en que percibimos y explicamos lo paranormal ¿Qué distingue una aparición fantasmal en Occidente de una manifestación espiritual en Oriente, por ejemplo? ¿Por qué algunos fenómenos, como la telepatía, parecen tener aceptación más amplia que otros, como los milagros religiosos? ¿Por qué en los países anglosajones, especialmente Estados Unidos, se da con más asiduidad el fenómeno de los “amigos invisibles” que en otros lugares? ¿Qué decir del “Chupacabras” los “Hombres de negro”, el “Wendigo”, “La mujer de la boca cortada”, “La llorona”…?