No sabemos bien quién o qué era Charles Crossley. Esta incertidumbre no es casual ni mucho menos anecdótica: es la puerta de acceso a una región del pensamiento donde la metafísica se torna urgente. Crossley no es solo un personaje, sino un nódulo, un cruce de fuerzas: la imagen de lo Otro, de lo que irrumpe desde el margen de lo real, desde el límite donde la razón cede y comienza el abismo. Es, si se quiere, un mediador entre lo visible y lo invisible, entre lo decible y lo innombrable.
Robert Graves, en su relato El Grito, y Jerzy Skolimowski, en su extraña y perturbadora adaptación cinematográfica, nos ofrecen no tanto una historia cuanto un experimento ontológico. Crossley aparece como de la nada, pero esta nada no es vacía: es preñada. Es la nada que precede a la creación, la nada del caos primordial. Su sola presencia resquebraja la superficie pulida del orden cotidiano: el matrimonio de los Fielding, la ciencia, la urbanidad, la seguridad doméstica. Todo eso se ve puesto en entredicho por la figura oscura y poderosa que se autodenomina demonio, pero cuya demonidad es más existencial que teológica.
La pregunta por la identidad de Crossley no puede ser respondida con un currículum. No importa si fue un lunático escapado del manicomio, un chamán aprendiz entre aborígenes, un criminal, o un ángel caído. Lo que importa es su función simbólica: Crossley es el principio de perturbación, lo Real lacaniano que se filtra en la narrativa, el punto de falla en la Matrix. En él se encarna el misterio del poder: ese poder que no necesita ejercer violencia para producir temor, ese magnetismo inexplicable que rompe la soberanía del yo.
El grito que Crossley ha aprendido no es solo un artefacto antropológico ni un arma de ultrasonido, sino una ontología. No mata por medio de ondas sonoras, sino porque destruye la estabilidad del mundo. Es un grito que atraviesa los límites del lenguaje y entra en la carne misma del Ser. En ese sentido, es un anti-verbo: una expresión absoluta que no significa nada porque lo significa todo. El grito no comunica, revela. Y en esa revelación, el orden simbólico se desploma.
Richard Fielding, escéptico, racional, casi cínico, cae ante el hechizo de Crossley. ¿Qué lo atrae? No es solo el morbo o la curiosidad. Es la sed de lo absoluto, ese anhelo reprimido que arde en el corazón de toda existencia domesticada. Fielding, músico de vanguardia, vive rodeado de sonidos, pero busca El Sonido: aquel que no puede ser registrado ni reproducido. El grito de Crossley es el reverso espectral de su arte: la nota prohibida, el acorde perdido que destruiría toda partitura. Es el sonido primordial, el eco del Big Bang en clave simbólica.
Rachel Fielding, por su parte, representa otra dimensión de lo metafísico: el deseo. No el deseo sexual como mero impulso, sino el deseo como vía de apertura a lo Otro. Se siente atraída por Crossley porque él no tiene lugar en su mundo. No lo entiende, pero lo reconoce. Y eso la liga a él. El robo de una hebilla —un objeto menor pero simbólicamente cargado— opera como una suerte de hechizo, un acto de posesión mágica que anula la voluntad. Rachel es, en ese gesto, poseída por el abismo.
Pero el corazón de esta meditación es la escena de las dunas. El momento en que Crossley demuestra su poder es también el momento en que se desgarra el velo del mundo. El paisaje se convierte en teatro del umbral, y el grito en rito de paso. Como en los mitos antiguos, el protagonista atraviesa una zona de prueba. Pero aquí no hay héroe, ni epifanía redentora. Hay conocimiento. Y el conocimiento, como sabía Adán tras la fruta, siempre es un castigo. Ver el mundo tal como es —o peor aún, ver que no hay tal cosa como un mundo estable— es una herida ontológica.
El grito no es solo un sonido letal. Es un acontecimiento. Y en ese acontecimiento se despliega la posibilidad de un nuevo paradigma. Crossley ha destruido la certeza de Fielding, pero también la nuestra como espectadores. Porque ¿qué es la realidad si puede ser sacudida por una sola exhalación? ¿Qué es la identidad si una piedra puede contener un alma? ¿Qué es el cuerpo si puede ser derrumbado sin contacto? Cada una de estas preguntas se clava como una astilla en la conciencia. Y ahí permanece.
Esta pregunta encuentra su resonancia final en las piedras del desenlace. En la película, y en el cuento, hay un regreso al objeto más simple: la piedra. Y sin embargo, esa piedra puede ser alma, puede ser signo, puede ser vínculo. Richard busca su alma como quien busca una clave de su propio destino. Y no la encuentra. En cambio, halla el alma de Rachel, que reconoce, y la de Crossley, que desea destruir. Pero también halla, por accidente o revelación, la suya propia: gris, sin brillo, sin drama. La rompe, y no muere. Y entonces se ríe. La risa, en ese momento, no es alivio: es locura. O quizás, iluminación. Una iluminación que solo puede surgir cuando toda estructura de sentido se ha colapsado.
Robert Graves dijo que escribió El Grito en un periodo de extrema oscuridad. No es casual. El relato no es solo una historia de lo sobrenatural, sino una exploración de los límites de la conciencia. Es una historia escrita desde el borde. Y como toda obra desde el borde, incomoda. Lo cual explica también por qué tantos lectores y espectadores la encuentran "difícil", "incomprensible", "extraña". No responde a los pactos tácitos que la cultura hace con el sujeto moderno: no consuela, no ordena, no afirma. Desarma. Destroza los mapas mentales con que nos orientamos en la existencia.
Y sin embargo, es arte. No porque sea bella, sino porque es peligrosa. Porque es una forma de saber que no pasa por el intelecto, sino por la experiencia. Graves y Skolimowski no nos dicen qué pensar; nos someten a una prueba. El arte que vale la pena no es el que explica, sino el que transforma. El que nos cambia sin que podamos precisar cómo. El que deja marcas.
Hay también un fondo teológico en esta historia. El demonio, en la tradición cristiana, no es tanto el mal absoluto como el tentador, el que revela la fragilidad del alma humana. Crossley no obliga, seduce. No impone, propone. Y cada uno de los personajes debe responder a esa proposición. Rachel cede, Richard resiste y fracasa. Y sin embargo, en ese fracaso hay un modo de salvación. Porque resistir sin vencer, pero sin quebrarse del todo, es quizás el último gesto humano ante lo inhumano.
Pero ¿qué es el demonio sino lo que hemos expulsado de nuestro sistema simbólico? En este caso, el demonio es el cuerpo, el deseo, el poder, lo no-racional. Es lo femenino y lo animal, lo pagano y lo salvaje. Crossley es un emisario del abismo. Su presencia recuerda que vivimos sobre un abismo. Y que ese abismo, a veces, grita. O peor aún: susurra, encanta, posee.
Hay una dimensión hauntológica también. El grito no solo mata: persiste. Como el trauma. Como el recuerdo de lo que no debió haber pasado, pero pasó. El grito es un eco que reverbera en la mente, en la historia, en el espíritu. La crítica que dice que la película "deja sabiendo menos que al principio" está más acertada de lo que cree: esa es precisamente su virtud. Desestructura. Nos hace dudar de lo que sabíamos. Nos coloca frente a la vacilación ontológica.
Y es que El Grito no es una historia lineal. Es un campo de tensiones. Entre ciencia y magia, entre civilización y barbarie, entre hombre y mujer, entre lo que vemos y lo que creemos ver. Su estructura narrativa es un loop, como el partido de críquet que se repite en el manicomio. No hay principio ni final. Hay un vaivén. Una marea. Como el sonido. Como el grito. Como el alma.
Tal vez eso sea lo que Graves quería decir. Que vivimos en un mundo donde las almas están encerradas en piedras. Donde lo sagrado y lo absurdo coexisten. Donde un hombre puede gritar y matar, y otro puede destruir su alma y sobrevivir. Donde el amor puede ser un hechizo, y el poder una maldición. Donde el deseo puede ser más real que la materia.
Y tal vez eso explique también por qué seguimos leyendo y viendo esta historia. Porque en el fondo, todos esperamos escuchar ese grito. O darlo. Porque todos, como Richard, buscamos nuestra piedra gris. Y nos preguntamos si romperla nos liberará o nos destruirá.
Mientras tanto, caminamos por la playa. Las piedras están ahí. Inmóviles. Silenciosas. Pero no inertes. Alguna de ellas contiene un alma. Alguna podría gritar. Alguna podría ser la nuestra. Y quizás, solo quizás, en el momento menos esperado, escuchemos ese grito. Y ya nada sea igual.





