En los límites de la realidad, donde los márgenes se disuelven y las formas se transforman, el Chamán camina. No es hombre ni bestia, no pertenece al reino de los vivos ni al de los muertos. Habita ese espacio liminal donde la carne y el espíritu se entrelazan, donde la identidad es fluida y el tiempo no obedece a una flecha lineal. Es, como el wodwo de Ted Hughes, una criatura errante, atrapada en el umbral, entre la civilización y el bosque, entre el lenguaje y el grito, entre el sentido y la confusión. Su andar no es aleatorio, aunque así lo parezca: su búsqueda es profunda, una pesquisa mística cuyo objetivo es traer conocimiento de lo invisible al mundo tangible.
El viaje del Chamán es cíclico. No se trata de un trayecto con un destino fijo, sino de una espiral de muerte y renacimiento, de caída y redención. Es un drama cósmico que se repite desde los albores del tiempo: debe engañar y ser engañado, debe reír con los dioses y llorar con los hombres, debe ser coronado y luego destruido. Solo a través de esta danza constante puede el mundo recobrar su equilibrio, la frágil armonía que se ve constantemente amenazada por el caos latente.
Cada ciclo comienza con la irrupción del Embaucador, la figura ambigua y subversiva que cuestiona las estructuras establecidas. En este rol, el Chamán se transforma en un maestro del disfraz, un burlador de normas, un tejedor de realidades paralelas. Es el trickster primordial, como Loki entre los dioses nórdicos, como Hermes en su faceta más oscura, como el Cuervo en la poesía de Hughes, que desordena el mundo para revelar sus grietas. Este personaje no busca el caos por destrucción, sino como revelación. Su función no es la anarquía, sino la ruptura necesaria que permite la renovación.
El Embaucador se mueve en la periferia, en los bordes de la conciencia colectiva, donde puede observar sin ser visto. Su presencia es incómoda porque señala lo que los demás prefieren ignorar: la fragilidad del orden, la artificialidad de las jerarquías, la inevitabilidad del cambio. Ríe mientras desarma las certezas, pero su risa no es vacía. Es una carcajada cargada de verdad, una verdad que duele porque muestra que toda estructura está condenada a desgastarse. Sin embargo, el Embaucador sabe algo que los demás no: no puede escapar de su destino.
El orden no tolera la ambigüedad. Los sistemas sociales, políticos y espirituales necesitan definiciones claras, fronteras precisas, roles establecidos. Cuando el Chamán-Embaucador traspasa esos límites, despierta fuerzas que no perdonan. Las Furias emergen desde el fondo de la psique colectiva. Estas antiguas diosas de la venganza —las Erinias— no persiguen tanto el crimen como la disrupción del equilibrio. No castigan tanto lo que se hace, sino lo que se es: la transgresión ontológica.
Así, el Chamán es arrastrado al centro del conflicto. Como Orestes, que tras matar a su madre es acosado por las Furias aunque lo haya hecho en nombre de una justicia superior, el Chamán se encuentra atrapado en una red de culpa que no es individual, sino simbólica. Su ingenio, su astucia, su risa burlona, ya no le sirven. El truco ha terminado. El rostro del Embaucador se deshace y revela la del Chivo Expiatorio.
En este nuevo papel, el Chamán es aislado, señalado, marcado como portador de la culpa colectiva. La comunidad lo necesita no como guía, sino como víctima. Su caída no es producto de un error, sino de una necesidad social: alguien debe cargar con el pecado del grupo, con su caos reprimido, con sus miedos más profundos. Alguien debe sufrir para que los demás puedan continuar. Esta lógica arcaica atraviesa culturas y épocas: está en la figura de Jesús crucificado, en el toro sacrificado en los antiguos misterios, en los rituales de purificación donde una víctima es arrojada al desierto, cargando con las impurezas de la tribu.
El Chamán, en su rol de Chivo Expiatorio, acepta el descenso. Sabe que el sacrificio es también una forma de transformación. En el dolor, encuentra revelación. En la persecución, vislumbra un camino oculto. Como Prometeo encadenado, cuya agonía ilumina a la humanidad, su sufrimiento no es estéril. Es un puente entre mundos, una grieta por donde lo sagrado irrumpe en lo profano. En su caída, se abre un nuevo espacio: un territorio donde la vieja ley ya no domina y donde se vislumbra una nueva forma de justicia.
Este tránsito no es pasivo. El Chamán no es simplemente una víctima de las circunstancias. Su sacrificio es voluntario, aunque no lo parezca. Al aceptar su destino, se convierte en Salvador. No muere en vano: su desaparición es semilla de un nuevo orden. Como en la Orestíada, donde el juicio de Orestes marca el paso de la venganza a la ley, la muerte simbólica del Chamán da lugar a una justicia más compasiva, más humana, más abierta al misterio. Es en esta grieta del sistema donde germina el cambio.
Y así, el Chamán resurge. Es el mismo y, al mismo tiempo, es otro. Ha descendido al abismo y ha regresado con conocimiento. Ha atravesado el umbral de la muerte simbólica y vuelve con el fuego sagrado de la visión. Su cuerpo lleva las cicatrices del ritual, y su alma, los ecos del inframundo. Ya no es solo un individuo: es un arquetipo, una figura que encarna el poder de la transformación radical. Su voz tiene ahora una resonancia más honda, porque ha sido templada por el silencio de los que han tocado el fondo.
Este renacimiento no es glorioso ni definitivo. No hay finales felices en el ciclo chamánico, solo pausas entre tormentas. El mundo cambia, pero lo hace lentamente, casi imperceptiblemente, como los anillos de un árbol que crecen en torno a un centro quemado. El retorno del Chamán es también una advertencia: el equilibrio alcanzado es frágil, y tarde o temprano será perturbado de nuevo. Siempre habrá una nueva crisis, una nueva risa que incomoda, una nueva figura que desafía las normas y provoca la ira de las Furias.
Porque el ciclo no se cierra para siempre: solo se repliega para volver a comenzar. Siempre habrá un nuevo Embaucador que cruce la frontera, una nueva caza sagrada, una nueva víctima destinada a cargar con las culpas del colectivo. El Chamán lo sabe, y por eso no descansa. Cada vuelta de la espiral es una oportunidad para que el mundo se redescubra a sí mismo, para que el orden se reconfigure, para que la humanidad se acerque un poco más a su verdad más profunda.
Este ritual de la frontera es, en el fondo, una pedagogía del alma. Nos enseña que el caos no es el enemigo, sino el recordatorio de que todo lo vivo está en movimiento. Nos revela que la figura del transgresor no es el destructor del orden, sino su renovador. Y que el dolor, si es abrazado con conciencia, puede ser el umbral hacia una forma más alta de comprensión.
En el Chamán, el Embaucador y el Chivo Expiatorio se funden. No son tres máscaras distintas, sino aspectos de un mismo misterio. Juntos conforman una narrativa que nos habla de la condición humana en su totalidad: nuestra necesidad de sentido, nuestro miedo al cambio, nuestro deseo de redención. En su viaje vemos reflejado nuestro propio tránsito por la vida: el impulso de cuestionar, el peso de la exclusión, la esperanza del renacimiento.
Y así, el Chamán sigue caminando. En cada cultura, en cada generación, en cada alma que se atreve a cruzar el umbral, su figura resurge. No pide ser comprendido, solo recordado. Porque mientras exista alguien dispuesto a mirar más allá de la frontera, el ritual continuará. Y el mundo, aunque solo sea un poco, seguirá cambiando.
"Y que el dolor, si es abrazado con conciencia, puede ser el umbral hacia una forma más alta de comprensión". De las lecciones más retadoras por aprender. Muy buen escrito, Carlos. Microcosmos y macrocosmos. Es sensato verlos en nosotros y agradecer su presencia. ¡Saludos!
me lo llevo