I. El mundo no es sólido. Está vibrando.
No es estable, ni lineal, ni racional. Lo que llamamos "realidad" es apenas una cinta magnética tambaleante que corre en bucle sobre un reproductor dañado, filtrando fragmentos distorsionados de algo que ocurrió, o que todavía está ocurriendo, pero en otro nivel de modulación. No se puede localizar con precisión. Se escucha como desde otra habitación.
Hay quien llama a esto trauma. Otros lo llaman parálisis del sueño. Hay quienes, como T. C. Lethbridge, vieron en ello el indicio de una estructura más profunda de la materia. Llamémoslo, por ahora, resonancia.
Esta resonancia ocurre en las paredes. Y no es metáfora. Las paredes —ya sean de piedra, cemento o aire— conservan. Graban. Registran. Como membranas sensoriales, se impregnan de los eventos que las atraviesan con suficiente intensidad. Como si el espacio, en determinadas condiciones, pudiera convertirse en oído. Y escucharlo todo.
II. La memoria no nos pertenece. Nos pertenece ella a nosotros.
Durante mucho tiempo creímos que la memoria era una caja, un archivo al que acudir a voluntad. Ahora sabemos que no es así. La memoria no es un depósito, sino un acto continuo de reescritura. Recuerdo no lo que ocurrió, sino lo que vuelvo a narrar ahora. Y ese recuerdo —esa ficción— se superpone una y otra vez sobre sí misma, como un palimpsesto en descomposición.
Si esto ocurre en la mente humana, ¿por qué no en el mundo?
La llamada "teoría de la cinta de piedra" propone que ciertos lugares —aquellos cargados con una intensidad emocional o psíquica suficiente— podrían funcionar como superficies de grabación, no muy distintas de una cinta magnética. Los fantasmas, en este esquema, no son almas penando en la eternidad, sino ecos. Bucles atrapados. Repeticiones sin sujeto.
Así como el Trastorno POst-Traumático repite imágenes mentales una y otra vez en la mente herida, el mundo herido también repite: una mujer que baja las escaleras a las tres de la mañana; un niño que llora eternamente en el pasillo; un zumbido en la habitación vacía. No están vivos. Pero tampoco están muertos.
III. El cuerpo es una antena.
La parálisis del sueño nos revela que el cuerpo no es un punto firme de anclaje en la realidad. Es, más bien, una estación de tránsito entre planos. En el umbral del sueño y la vigilia —en ese estado hipnagógico en que los límites se disuelven—, la percepción se abre y capta lo que normalmente queda fuera del espectro.
Es en ese estado donde aparecen "ellos": sombras negras, demonios, figuras detrás del cuello. Son entidades arquetípicas, sí. Pero también podrían ser modulaciones captadas por un cuerpo vulnerable, abierto a una frecuencia inusual. No se trata, entonces, de alucinaciones privadas. Son comuniones forzadas con los residuos del espacio.
¿De dónde vienen? De las paredes, respondió Francisco Jota-Pérez. Y no solo lo dijo: lo supo. Porque el cuerpo no teoriza. Registra.
IV. El arte como rito de grabación.
Sarah-Jane Norman lo comprendió perfectamente: si la memoria se comporta como una cinta, entonces el cuerpo que recuerda es un grabador analógico. Su instalación The Stone Tape articula este principio como un ritual. Durante seis horas al día, durante cinco días consecutivos, en completa oscuridad, se activa un bucle performativo: el artista vocaliza en voz alta recuerdos, que son simultáneamente grabados y borrados sobre una cinta de cassette.
Lo que surge no es una narración coherente. Es una corriente. Un trance. Una liturgia sonora del yo en descomposición.
Y lo más importante: esa grabación se degrada. Se escucha, se regraba, se vuelve a escuchar, se vuelve a borrar. Como la memoria. Como el cuerpo. Como el mundo.
Lo que queda es una especie de paisaje espectral en el que las voces del pasado (que son la carne de uno mismo) se han vuelto ininteligibles, distorsionadas, imposibles de identificar. Voces sin dueño. Recuerdos sin narrador. No se trata de revivir el trauma, sino de devenir fantasma.
V. La hauntología no es una estética. Es una epistemología del fracaso.
La hauntología —término que Mark Fisher rescató de Derrida— no es solo un estilo musical o un revival del futuro que nunca llegó. Es una ontología para una época sin presente.
Lo fantasmagórico no es lo sobrenatural. Es lo que insiste cuando ya debería haberse ido. Es el residuo. El eco. La persistencia. Y lo inquietante —das Unheimliche— no es otra cosa que el retorno de lo reprimido. Pero no a nivel individual. Sino a nivel estructural. Cultural. Ontológico.
Los sonidos hauntológicos —como los de Paper Dollhouse o Folklore Tapes— producen esa sensación: una conversación que no debería estar ahí. Una voz que viene del más allá (pero sin saber exactamente de cuál más allá). Una trivialidad que se transforma en conjuro.
El oyente se convierte en médium. El micrófono, en ouija. El campo de grabación, en cementerio.
VI. Algunas tecnologías recuerdan mejor que nosotros.
El magnetismo del hierro. La estructura del cuarzo. Los surcos del vinilo. La ferrita de las cintas de cassette. Hay una misteriosa resonancia entre los materiales de la tierra y las tecnologías de grabación analógica. No es casualidad que los fenómenos EVP (Electronic Voice Phenomena) —esas supuestas voces de los muertos grabadas por accidente— se hayan registrado casi siempre en estos soportes obsoletos.
No se trata solo de lo esotérico. Se trata de una teoría material de la memoria. La cinta magnética, como el sueño, como el trauma, como la tierra, se escribe y reescribe. Y sufre. Y se degrada.
¿Por qué recordamos mejor lo que ha sido grabado en una tecnología decadente? Tal vez porque ahí se transparenta el mecanismo. El glitch, el ruido, la distorsión, son signos del paso del tiempo. Y el tiempo no es una línea. Es una cinta enrollada, arrugada, rayada, que solo puede reproducirse de forma errática.
La tecnología, como el inconsciente, también falla. Y en esa falla aparece lo espectral.
VII. ¿Qué es un recuerdo sino una obsesión del cuerpo?
Cuando recordamos, activamos una red eléctrica y química que involucra todo el cuerpo. Los traumas, las emociones, los olores, las palabras: todo está codificado en esa red. Y esa red es tan frágil como un cassette al sol. O como una cinta que se ha regrabado demasiadas veces.
Algunos recuerdos emergen involuntarios. No los buscamos. Nos asaltan. Como una aparición. Como un espectro. Como el déjà vu. O como la sospecha de que alguien (o algo) nos está observando desde el rincón de la habitación.
Proust hablaba de la memoria involuntaria. Pero en realidad no es que el recuerdo irrumpa en el presente. Es que el presente se abre, por un instante, a otra capa de realidad. Una capa en la que lo que ocurrió no ha dejado de ocurrir.
Y esto no es una superstición. Es una forma de entender el tiempo como pliegue.
VIII. El mundo recuerda. A su manera.
Ferrocarriles. Astilleros. Túneles. Cementerios. Cuevas. Catedrales. No es casual que ciertos lugares estén más "embrujados" que otros. Las teorías de la cinta de piedra sostienen que los materiales que los componen —el hierro, el cuarzo— actúan como receptores. Pero también hay una dimensión ritual: son lugares donde ocurrió algo significativo, donde se manifestó una voluntad.
Nick Papadimitriou lo decía así: el truco está en conectar con la voluntad del mundo. Una voluntad no como entidad inteligente, sino como impulso subterráneo. Un deseo del espacio de decir algo. Aunque no sepamos nombrarlo.
No se trata de encontrar el lenguaje exacto. Se trata de estar ahí. En sintonía. Con los oídos abiertos.
IX. La teoría mágica como metodología para el pensamiento especulativo.
T. C. Lethbridge comprendió esto mejor que muchos científicos. Su propuesta —aceptar una teoría no porque sea verdadera, sino porque "funciona"— es una metodología alternativa para pensar el mundo. Una que no exige comprobación empírica inmediata, sino disponibilidad ritual.
No se trata de negar la ciencia. Se trata de recordar que hubo un tiempo en que lo que hoy llamamos ciencia fue magia, y que la magia, en realidad, no es más que una forma poética de crear modelos operativos para lo inexplicable.
El método mágico acepta lo no verificable como provisoriamente útil. Opera como si. Y en ese "como si" se abre un espacio de creatividad radical. ¿Y no es eso lo que hacemos al escribir? ¿Al grabar? ¿Al recordar?
X. Hacia una metafísica hauntológica del yo.
Si los recuerdos son grabaciones.
Si el cuerpo es una cinta.
Si el espacio es un archivo.
Entonces el "yo" es un montaje inestable de capas, frecuencias, interferencias.
No soy un núcleo. Soy una cinta de grabación que ha sido rescrita cientos de veces, hasta que ya no se distingue la primera voz. ¿Cuál es mi recuerdo más auténtico? ¿Qué parte de mí no ha sido ya contaminada por ecos, narraciones, fantasmas?
¿Y si el yo no es más que una posesión
?
Epílogo: Hacia una poética espectral del presente.
Todo esto —la parálisis del sueño, las cintas, los fantasmas, el cemento que recuerda— nos conduce a una comprensión distinta del presente: no como instante, sino como intersección de capas. Vivimos en un palimpsesto de tiempos. El ahora es siempre un cruce entre el pasado y lo que nunca llegó a pasar.
La hauntología no es nostalgia. Es arqueología del posible.
Y en este mundo donde todo se registra, donde todo se repite, donde las tecnologías fallidas aún capturan lo imposible, tal vez solo queda hacer lo que decía Lethbridge: aceptar la teoría que funciona, actuar "como si", escuchar lo que el mundo quiere decirnos desde las paredes.
Tal vez eso sea crear:
no imponer sentido,
sino habitar el misterio.

