En España, A Dark Song (Liam Gavin, 2016) fue rebautizada como Ritual del Más Allá, un título que diluye por completo la ambigüedad y el misterio del original en favor de una denominación burda y funcional. Para quienes tomaron esta decisión, lo prioritario no era preservar la sutileza o el tono poético del título, sino garantizar que el público identificara la película como una obra de terror y, así, facilitar su comercialización. La posibilidad de unas expectativas más abiertas y menos dirigidas –como las que evocaría Una canción oscura– parece haberles resultado irrelevante. En su concepción del espectador, este no debe enfrentarse a la incertidumbre ni aventurarse por sí mismo en la interpretación, sino recibir el significado de forma explícita, sin margen para la reflexión o la imaginación.
Sin embargo, es precisamente en esa ambigüedad desechada donde reside la esencia de la película. A Dark Song despliega un mapa ritual donde el espacio y el tiempo se distorsionan, no funcionan solo como contenedores de acción, sino que se transforman en agentes activos, en una maquinaria simbólica que opera como una conexión entre lo humano y lo inhumano. En su centro está el ritual de Abramelin, un proceso hermético, extenso y extenuante, cuyo objetivo es alcanzar la comunicación con el Santo Ángel Guardián, entidad que representa la verdadera voluntad o el yo esencial. Pero este ritual, más que un camino hacia la iluminación, aparece en la película como un sistema operativo arcano, un mecanismo que reorganiza la realidad misma desde sus cimientos perceptivos y ontológicos. No es un sendero hacia la trascendencia, sino una tecnología liminal: una forma de perforar el velo, de invocar lo Otro mientras se descompone a la persona.
El apartado caserón galés donde Sophia, quien encarga el ritual, y Solomon, el ocultista que lo ejecuta, se recluyen, se convierte en algo más que un escenario. Es un vértice de convergencia, un espacio liminar donde se suspenden las leyes habituales del mundo. Dentro de este campo cerrado, el aislamiento no es solo físico, sino también ontológico. La casa, marcada por líneas de sal, oraciones y sacrificios, se transforma en un espacio-tiempo autónomo que ya no responde a la causalidad lineal, sino al deseo, al dolor, y a la disciplina. Como en el arte ceremonial o en el teatro ritual, el lugar se vuelve sagrado no por consagración institucional, sino por intensidad. Cada acción dentro de ese espacio es una reconfiguración metafísica, un acto creador de realidad.
Este dispositivo de encierro remite a tradiciones arquetípicas: el laberinto, el monasterio, la celda alquímica. Pero aquí, lo que se purifica no es el alma, sino la subjetividad como construcción. Sophia debe ser despojada, vaciada, vulnerada. La integridad psíquica se convierte en un obstáculo para el contacto con lo sobrenatural. La ruptura de la identidad es, en este contexto, una condición de acceso.
El tiempo en el caserón no avanza: se repliega sobre sí mismo, se fragmenta y se distorsiona. Aparece como una cronopatía: un trastorno de la percepción del tiempo que disuelve la linealidad en una presencia absoluta, opresiva y envolvente. El tiempo ritual no se mide en relojes ni en calendarios, sino en crisis. Cada oración, cada error, cada recaída es una nueva grieta en la continuidad del ser.
En lugar de progresar hacia un objetivo, los días dentro del ritual se convierten en espasmos, estallidos de experiencia que abren abismos interiores. El agotamiento físico, mental y espiritual no es un subproducto del proceso, sino su combustible esencial. El umbral exige desgaste. Lo liminal tiene la boca abierta y está hambriento. La purificación se parece más a la tortura que a la catarsis, más al delirio que a la epifanía. La persistencia es, más que una virtud, una forma de muerte voluntaria.
Este tiempo discontinuo se alinea con lo que Georges Bataille o Antonin Artaud llamaron la experiencia límite: una salida de los marcos normativos de la experiencia, una incursión en lo informe, lo indomable, lo inhumano. Sophia y Solomon no viven el tiempo; lo padecen. Su experiencia temporal es un sacrificio.
El cuerpo en A Dark Song no es solamente el medio que ejecuta las acciones del ritual: es el campo de batalla donde se libra la confrontación con lo Otro. El cuerpo de Sophia se agota, se hiere, se entrega; pero también el de Solomon, que enferma, sangra, grita. Ambos están atrapados en una danza sin estética, una coreografía de desintegración.
Los cuerpos son despojados de dignidad, de control, de agencia. No hay erotismo, ni sensualidad, ni placer. Lo que hay es deseo descarnado –no sexual, sino existencial–: el deseo de contactar, de ser escuchado, de alcanzar un nivel de realidad que está más allá del lenguaje. El cuerpo ritualizado es un cuerpo quebrado, convertido en umbral en sí mismo. No representa lo divino: lo atrae, lo filtra, lo sufre.
La corporalidad se convierte así en un lugar de verdad, pero no de una verdad luminosa. Es una verdad que quema, que desgarra, que destituye al yo. En esto, el film evita caer en la mistificación new age del sufrimiento como redención. El dolor no libera: simplemente expone.
Las entidades que aparecen –o que quizás solo se rozan– en A Dark Song no responden a la lógica simbólica habitual del género de terror. No son demonios en el sentido folklórico ni ángeles en el sentido cristiano. Son intensidades, fuerzas que operan en otro plano, accesibles solo mediante condiciones extremas. Su lógica no es moral ni psicológica, sino estructural. No se comunican, afectan. No advierten, dislocan.
La película evita mostrar demasiado. La presencia de lo Otro se percibe por el deterioro, por la alteración del espacio, por los efectos que produce, no por su representación directa. El momento de contacto –cuando Sophia finalmente alcanza la visión de su Ángel Guardián– no resuelve nada, no ofrece consuelo, no explica. Es una imagen ambigua y sobrecogedora: una entidad colosal, abstracta, cuya magnitud anula cualquier intento de comprensión.
Ese encuentro final es fundamental: lo divino no consuela, aplasta. Lo sagrado no es una fuente de sentido, sino de desmesura. Es una imagen de lo absoluto que no responde a la plegaria ni al sacrificio como lo haría un dios pagano o judeocristiano. Es presencia, no promesa.
El ritual de Abramelin en A Dark Song no es una escalera hacia la revelación, sino una máquina incierta, sujeta al error, al autoengaño, a la desesperación. No hay garantías. De hecho, el proceso fracasa una y otra vez. Solomon se equivoca, Sophia oculta su verdadero motivo, el espacio parece responder con violencia, con silencio, con plagas. Pero estos “fallos” son esenciales: son grietas por las que se filtra lo inhumano. El fracaso es parte del diseño. Como todo ritual verdadero, este no busca control, sino apertura.
El ritual aquí es un algoritmo espiritual, una programación arcaica que modifica la estructura de la realidad, pero no desde el orden, sino desde la entropía. No es una ceremonia, es un procedimiento. La espiritualidad no es paz, es código: condiciones de posibilidad para un contacto imposible. Lo incompleto no es una desviación, es la condición de acceso. Como en los sistemas caóticos, es el desequilibrio el que permite que emerja una nueva forma.
Cuando el ritual culmina, no hay un regreso al mundo. Quizá el mundo mismo ha dejado de ser como era. Lo que ha sido tocado por lo Otro queda marcado, infectado por una vibración extraña. La experiencia no se clausura, sino que persiste como resonancia. La máquina ritual, en ese sentido, nunca se apaga del todo. Su eco altera las estructuras del tiempo y del ser. Sophia, aunque sobrevive, ya no puede ser quien era. El contacto con lo inhumano no se supera: se incorpora como una fractura permanente en la percepción.
Aquí radica una de las decisiones más brillantes del film: no hay epílogo restaurativo, no hay resolución tradicional. El espectador tampoco puede regresar indemne. Se le ha arrebatado la promesa de un desenlace. Queda suspendido en el umbral.
Una canción oscura –el título original, con toda su ambigüedad y potencia poética– no habla solo de un ritual o de una historia de pérdida. Habla de una forma de escucha. Una canción oscura no se oye con los oídos, sino con el cuerpo y con la mente desgarrados. Es una vibración que atraviesa lo visible, lo pensable y lo decible. Sophia canta sin voz, sacrifica sin cuchillo, pregunta sin palabras. Y el universo, o aquello que está detrás de él, responde.
La oscuridad no es aquí una metáfora del mal. Es el medio en el que se produce la mutación. El dolor no es castigo, es vector. El encierro no es castigo, es crisol. La película no busca provocar miedo, sino algo más profundo: la inquietud metafísica de saberse rodeado de un mundo que no es estable, de un orden que no es confiable. A Dark Song no es terror sobrenatural, es terror ontológico.
A Dark Song no solo representa un ritual, sino que es en sí misma una estructura ritualizada. Como espectador, uno es guiado a través de etapas, frustraciones, regresiones y revelaciones, hasta alcanzar un punto de contacto con algo que no puede ser nombrado del todo. La película se convierte en un modelo de tránsito, un mapa del umbral. Es una obra sobre la transformación, pero no como superación, sino como deformación radical. No hay iluminación, hay otra cosa: contacto con lo irreductiblemente extraño.
En este sentido, A Dark Song no ofrece respuestas ni moralejas. Lo que ofrece es una experiencia sostenida de dislocación. Una ceremonia fílmica donde cada gesto –desde la dirección contenida de Gavin hasta las interpretaciones brutales y vulnerables de sus protagonistas– está al servicio de un diseño mayor: construir una película que no represente lo sagrado, sino que lo invoque.
El cine, como el ritual, es un arte del umbral. Y pocas veces ese umbral ha sido explorado con tanta precisión y valentía.